Los componentes narrativos de esta historia, escrita por la joven autora argentina Cecilia Cabrera, confluyen entre el relato pasional, el misterio y el delirio. Disfrútalo.
El espesor del encierro
Valeria estaba aburrida mirando la repetición de un capítulo de La Dimensión Desconocida. Era el tercer sábado consecutivo que no consiguió con quién salir. Llamó a todas sus amigas, pero todas ya tenían planes. Su hermana le había dicho para ir al cine, pero le canceló a último momento y su marido había ido a pescar para aprovechar el feriado largo.
La psicóloga hacía tiempo que la incitaba a que saliera sola, que no fuera tan dependiente, pero a ella le parecía deprimente que una mujer sola anduviera por la calle un sábado a la noche. Además, era muy miedosa. La última vez que quedó sola en la vereda de noche le robaron la cartera. Eso ya había sucedido hacía unos seis años, pero ella seguía teniendo miedo como si hubiera sucedido la noche anterior, porque la habían golpeado mucho al arrebatársela.
Estuvo así varios años, hasta que el cansancio y el aburrimiento fueron suficientemente intensos. Se armó de valor y decidió comenzar con algo sencillo: ir a mirar vidrieras al centro. No muy tarde para asegurarse de que todavía hubiera gente por la calle. Al atravesar la puerta sintió su corazón latir con furia, le transpiraban las manos y sentía que el corazón le latía dentro del cráneo. Se tuvo que sostener de la pared por diez minutos para poder cerrar la puerta con llave, ya que no le atinaba a la cerradura. Mientras recorría la peatonal, pasó más tiempo mirando a la gente que caminaba por la vereda por si había alguien sospechoso. Vio a un hombre que la inquietó, porque la miró a los ojos. Se detuvo y simuló ver un escaparate, mientras estudiaba el reflejo del hombre en el vidrio. Cuando se aseguró de que siguió de largo siguió caminando. Cada varios pasos se daba vuelta y miraba hacia atrás.
En la cuadra siguiente volvió a ver al hombre. Él la miró de nuevo a los ojos y siguió caminando. Ella se quedó parada en seco sin poder respirar. Cuando sintió que toda la gente que pasaba a su lado la miraba extrañada, miró hacia atrás, y al ver que el hombre no estaba, siguió caminando. En la cuadra siguiente se compró una gaseosa, pensó que el azúcar la reanimaría. Siguió avanzando, pero antes de llegar a la esquina, volvió a ver al hombre que la miraba a los ojos. La botella se le cayó de la mano, apuró el paso y buscó un taxi para volver a su casa.
El lunes siguiente habló con su psicóloga sobre lo ocurrido y llegaron a la conclusión de que fue su imaginación, era imposible que el hombre retrocediera tan rápido. Y si lo hubiera hecho corriendo debería haber estado transpirado y no fue así. La doctora le explicó que el miedo la había confundido, con seguridad se trataba de hombres distintos.
Por fin, el sábado siguiente se animó a ir al cine. Pasaría más desapercibida en la oscuridad, allí nadie se daría cuenta de que estaba sola. Sólo tendría que soportar las miradas inquisitivas en la cola antes de entrar, pero decidió ir lo más cerca al horario de comienzo de la película para esperar lo mínimo indispensable. Y lo logró. Estaba tan preocupada por no destacar en su soledad que compró la entrada del primer título que vio al entrar. Esa noche se rió un montón. Nunca se había reído tanto sola viendo una película. Siempre necesitó la complicidad de alguna compañía para soltar la carcajada. Salió de la sala feliz. Y se prometió a sí misma no volver a tener miedo y aprender a disfrutar.
Orgullosa de sí misma, volvió a su casa caminando, con una sonrisa espléndida que la iluminó durante todo el camino. Se sintió feliz, satisfecha y liberada por fin. Al llegar a la vereda de su casa, vio todas las luces prendidas y se imaginó que Marcos, su marido, ya había vuelto. Entró corriendo para contarle la buena nueva. Caminó hasta el living llamándolo a los gritos. Su alegría era inmensa y quería compartirla con él. Su rostro cambió de pronto, se puso rígido y serio al ver a Marcos sobre el sillón, con el pantalón por las rodillas. Debajo de él, estaba su psicóloga. No lo pudo resistir. Corrió llorando a la cocina. Cuando él entra y trata de abrazarla, ella agarra un cuchillo y le pide que se aleje.
—¡No me toques! —le grita, pero se acerca a él y comienza a pegarle.
Está furiosa, descontrolada. Lo insulta con furia, su rostro se pone rojo y le saltan las venas en el cuello de la intensidad con la que grita. Los gritos le raspan la garganta. Marcos se enoja y la comienza a golpear también. De un puñetazo la tira al piso. Al caer, el cuchillo sale despedido y frena junto al pie derecho de Marcos. Él se agacha y lo levanta.
El cuchillo se hundió con su estómago y Marcos sintió el calor de la sangre de Valeria en sus manos. Lo sacó, se limpió la mano en el pantalón y se lo volvió a clavar varias veces hasta que le empezó a doler el brazo. Valeria se desplomó sobre la cama con los ojos abiertos. A pesar de tantas heridas, seguía balbuceando algo ininteligible con mirada perdida en la pared blanca. No podía dejar de mirar la sombra enorme de su marido en la pared.
—¡Abra la boca, Valeria!— dijo el enfermero en tono firme pero amoroso—. Valeria. ¡Valeria! Abra la boca por favor. Tiene que tomar su medicación.
En la pared acolchada se desplegaba la sombra enorme de ese gigante bonachón.
Valeria lo miró sorprendida. Abrió la boca, tragó la pastilla y le dijo:
—¿Escuchaste, Jorge, escuchaste? Me dijo escuchaste me dijo, me dijo…
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Fotografía de Ana Mereuta.
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