En el siguiente cuento de Elisenda Romano, un hombre se obsesiona con su propia vejez, la soledad y la muerte, hasta que logra volver a su origen y encarar su sino.
EL LABERINTO DEL MIEDO CONDUCE A UN AMARGO JARDÍN
Desde hacía tiempo le rondaba por la cabeza la misma idea: había visto un niño en el jardín de la casa de sus abuelos, quienes al morir cedieron su propiedad al heredero más próximo. Sin esposa ni hijos, antiguo profesor de universidad y retirado desde hacía 20 años no tenía relación alguna con los seres humanos. A decir verdad, todos dudaban que estuviese cuerdo.
La primera vez que vio al niño fue por casualidad. Había salido a fumar después de haber estado toda la mañana ayudando a su anciana madre a limpiar la casa.
El jardín era enorme, con tres árboles para trepar y muros de arbustos por los cuales perderse en una suerte de laberinto. Le parecía que la puerta, años atrás alta como la de un castillo, había envejecido tanto como él y se había vuelto vieja y ferrugienta. El jardín, que le parecía amplio aún, había perdido ese golpe que te deja paralizado en la niñez y sólo conservaba la densidad de la bruma que le caía encima por las mañanas.
El humo salía de su nariz mientras la niebla se agitaba como cuando un pez sacude la cola en el agua. Perplejo, parpadeó antes de abandonar la puerta entornada, y se aproximó a ella. Al principio avanzó con recelo, después pegó los morros a la rendija de metal; por último, dejó los ojos adheridos en cada palmo de aquella sábana de bruma traslúcida. El niño estaba ahí y no tenía miedo, pero él sí. Retrocedió conmovido por un escalofrío. Tardó en separarse de la puerta. Ni el más estúpido de los hombres podría creer que lo que estaba entre los hibiscos era un niño de carne blanca y figura atlética.
Después de una semana no aguantó más la incertidumbre y telefoneó a la casa para preguntar al filólogo octogenario por el estado del jardín. Los viejos se molestan mucho si no preguntas primero por su estado de salud, por ello se obligó a anotar una serie de preguntas cordiales. Ninguna se desarrolló de manera convincente, de modo que improvisó preguntas sobre literatura, que más tarde descubrió que no era su materia. ¡Era profesor de Lingüística, como él! Al final, le pidió tomar el té en la casa porque echaba de menos a los abuelos. Supuso que aquella era su mejor baza para librarse del malentendido, pero en su lugar sólo le añadió preocupación sentir aquella voz trémula al otro lado de la línea.
Le esperaba en lo alto de la escalinata, encorvado como un cuervo junto al dintel de Palas Atenea. En realidad no había nada que le recordase a Poe, pero sintió que aquella imagen del anciano junto a la puerta le estaba advirtiendo que lo mejor era volver a su coche y suspender la visita. Cruzó el patio de baldosas hasta la altura de la puerta. Se quedó quieto, mirándola. No había ni una gota de humedad en el ambiente y brillaba un sol radiante.
El anciano le invitó a sentarse junto a la chimenea y a tomar una taza de té de jazmín mientras jugaban al ajedrez. Odiaba que le observase con aquellos grandes ojos llenos de legañas. Tragó el té caliente hasta sentir que la garganta se le inflamaba. Permaneció en silencio admirando los cuadros sobre la pared verde moho, los tapices imitando el estilo del Tapiz de Bayeux, los jarrones de flores, las cerámicas diminutas, el patio árabe: todo sincretizado en una vivienda colosal demasiado grande para aquel vejestorio.
—¿Has venido por lo del niño?
—¿Qué niño? —preguntó, clavando sus ojos en los del viejo.
—Siempre me preguntas por lo mismo…
Perturbado, el joven iba a preguntarle al anciano de qué demonios hablaba, pero se quedó mudo, mirando la partida de ajedrez que llevaban a medias. Cuando alzó los ojos, la cabeza del anciano reposaba contra su propio hombro. Los ojos cerrados le anunciaron que se había quedado dormido. Depositó las tazas en la bandeja, atravesó la galería, donde fue recibido por la tetera sobre el fogón y el olor a vapor de agua y leche caliente. Dejó la bandeja en la encimera. Fuera llovía. ¿A dónde se había ido el sol?
Abrió la puerta con manos trémulas y bajó con dificultad los escalones de ladrillos sembrados de caracoles. El jardín se erizó por el viento como lo haría el lomo de un gato. Sólo habían dos modos de entrar: por la puerta destartalada y oxidada o saltando la tapia. Tomó la escalera, la apoyó contra el muro y subió hasta la cima. Consiguió sentarse y miró el interior del jardín repleto de estatuas. Dentro vio al niño, al mismo niño de la otra vez, mirándole con aquellos ojos negros. No fue capaz de acercarse a él, paralizado lo contempló. Sus ojos, la redondez de su cara y el cabello castaño le hacían asemejarse demasiado a la misma persona. El muchacho se acercó a él despacio, se puso ante el joven y permanecieron quietos en silencio.
—Eres yo —dijo el niño con insolente inocencia. El joven, temblando, intentó deslizarse por la enredadera hasta el suelo. El niño se puso debajo de él para ayudarle, pero la planta cedió bajo su peso y cayó.
Al día siguiente, encontraron el cuerpo del filólogo octogenario en el interior del jardín.
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