El 13 de octubre de 1972 a las 2:18 pm despegó del aeropuerto El Plumerillo en Mendoza, Argentina, un avión Fairchild FH-227D de la Fuerza Aérea Uruguaya. El pequeño avión de 25.5 metros de longitud y capacidad para 52 pasajeros transportaba al equipo uruguayo de rugby Old Christians rumbo a Santiago, donde enfrentarían al club chileno Old Boys.
Las características de la aeronave hacían imposible que cruzara los Andes directamente hacia Chile, así que tendría que volar hacia el Sur, en paralelo a la cordillera, hasta llegar al Planchón –un paso que comunica a las localidades de Malargüe, Argentina, y Curicó, Chile–, cruzar por este sitio y dirigirse de nuevo al norte hasta la capital chilena.
Tras 50 minutos en el aire, mientras se disponían a hacer el cruce, el piloto del vuelo 571 se comunicó con el control aéreo para reportar su posición y solicitar permiso para descender sobre territorio chileno. Las condiciones climáticas hacían imposible ver el terreno que se encontraba debajo, de modo que volaban a ciegas, confiando en el tiempo estimado de vuelo para establecer su ubicación. Recibieron autorización de proceder; sin embargo, al calcular su posición, olvidaron tomar en cuenta el fuerte viento en contra que reducía la velocidad del crucero. En realidad se encontraban 50 kilómetros más al Norte de lo que pensaban.
Ignorando lo que yacía debajo del denso techo de nubes, el Fairchild comenzó su descenso y golpeó la cumbre de un pico con la cola. El piloto perdió el control del aparato y nuevamente sufrieron un impacto, esta vez el ala derecha se desprendió y se estrelló con estabilizador vertical de la aeronave, abriendo un boquete en el fuselaje por el que cayeron cinco pasajeros al vacío. Tras un tercer golpe en el que perdió el ala restante, el avión se desplomó sobre una pendiente. El fuselaje, convertido en un proyectil, se deslizó a lo largo de un kilómetro, deteniéndose finalmente al llegar a un banco de nieve.
13 de los 45 pasajeros murieron en el accidente o en las horas subsecuentes, incluyendo al piloto Julio Ferradás, al co-piloto Dante Lagurara y al navegante Ramón Martínez. La mayoría de los sobrevivientes sufrieron lesiones, desde golpes leves hasta fracturas. Tras la muerte del médico del equipo, la responsabilidad de atender a los heridos recayó sobre Roberto Canessa, estudiante de segundo año de medicina.
Varados en un paraje hostil con temperaturas que oscilaban entre los -25 y -45 grados centígrados, los sobrevivientes enfrentaron la prueba más dura de sus vidas. No contaban con prendas adecuadas para ese tipo de clima ni con provisiones suficientes, apenas algunas barras de chocolate y unas cuantas botellas de vino.
Además, el color blanco del fuselaje, que se mimetizaba con el terreno nevado, hacía imposible su identificación desde el aire, así que las posibilidades de ser rescatados no eran muy buenas. Pese a que la Fuerza Aérea Chilena realizó 66 misiones a lo largo de la cordillera en búsqueda de sobrevivientes, no pudieron hallar el sitio del accidente y la cancelaron tras ocho días.
A pesar de que los sobrevivientes dividieron los pocos alimentos que tenían en pequeñas porciones para hacerlos durar el mayor tiempo posible, éstas se terminaron rápidamente. El paraje nevado no ofrecía ningún recurso animal ni vegetal para cubrir la alta demanda calórica que enfrenta un cuerpo en esas condiciones –más de 3 mil 600 metros sobre el nivel del mar con temperaturas de hasta -45°C–, así que eventualmente debieron plantearse uno de los dilemas más complejos que puede enfrentar un ser humano: ¿Alimentarse de los cuerpos de sus compañeros caídos y sobrevivir o preservar la integridad de los mismos y sufrir el mismo destino?
Colectivamente, los sobrevivientes decidieron hacer lo necesario para mantenerse con vida. A pesar de lo duro que pudiera resultar tomar una determinación como ésta, les permitió aferrarse a la esperanza de sobrevivir, por lo menos hasta que experimentaron una segunda tragedia. El 29 de octubre, 17 días después del accidente, una avalancha cubrió el fuselaje de la aeronave mientras dormían dentro. Ocho personas perecieron en esta segunda catástrofe, dejando la cuenta de sobrevivientes en sólo 19.
Sabían que no serían rescatados y que si querían incrementar sus posibilidades de salir con vida, debían elegir a alguien para que buscara ayuda. Tres personas fueron elegidas para hacer el recorrido, el estudiante de medicina Roberto Canessa, Nando Parrado y Antonio Vizintín. Esperaron siete días con la esperanza de que la temperatura se elevara un poco y finalmente partieron el 12 de diciembre.
El error de cálculo cometido por el piloto antes del accidente nuevamente les traería problemas. Creían encontrarse en territorio chileno, así que decidieron caminar hacia el oeste pero, dado que aún se encontraban en Argentina, su mejor opción era caminar en dirección opuesta, de hacerlo habrían llegado a un hotel llamado Termas el Sosneado que, aunque había dejado de funcionar, aún albergaba víveres y se encontraba a sólo 21 kilómetros.
Los tres hombres emprendieron la marcha; sin embargo, tras sólo tres días enfrentaron una nueva dificultad. Antonio Vizintín sufrió una lesión producto de una caída. Decidieron que lo mejor sería que regresara al sitio del accidente y los otros dos hombres continuarían adelante. Caminaron durante una semana más, recorriendo una distancia de alrededor de 59 kilómetros. De pronto llegaron a un río cuyo caudal hacía imposible atravesarlo. La carne que llevaban consigo comenzaba a descomponerse debido al incremento de la temperatura y Canessa comenzaba a sentirse mal. Justo cuando las esperanzas parecían desvanecerse, vieron a un hombre del otro lado del río, se trataba de un arriero chileno de nombre Sergio Catalán Martínez. El hombre dio aviso a los Carabineros de Chile, y de inmediato se organizó el rescate.
El 23 de diciembre, 72 días después de que se desplomara el avión que los llevaría a Santiago, 16 sobrevivientes fueron rescatados por el Servicio Aéreo de Rescate. Inicialmente se rehusaron a revelar cómo habían conseguido alimentarse durante tanto tiempo; sin embargo, cinco días después lo contaron todo en una conferencia de prensa.
“Una vez que lo hicimos, no sentimos como que habíamos cruzado alguna frontera o roto alguna regla ética o moral, sólo pensamos que habíamos dado un paso hacia adelante, aprendiendo a sobrevivir en un ambiente tan hostil, haciendo cosas a las que no estábamos acostumbrados”, diría Pedro Algorta en una entrevista cuatro décadas después de lo ocurrido. “No fue una decisión que tomamos con nuestra mente –no es como que una autoridad nos dijo ‘Ey, sé lo que deben hacer’, fue una decisión que tomamos con nuestro estómago”. Y tú, ¿qué estarías dispuesto a hacer para sobrevivir?
Referencias:
Meet the Man Who Survived a Plane Crash by Eating Human Flesh to Stay Alive, Joel Golby, marzo 2016-
El accidente de los Andes ¡Viven!, sitio oficial.