El psicópata de Hidalgo

Amanece, aquello entre el horizonte y el cielo y los rayos de sol se extienden poco a poco atravesando el suelo, lo que significa que Rogelio ha cumplido su principal deseo. Vive solitario en un pequeño cuarto cerca de su trabajo, una carpintería en Piracantos; chambea de nueve a cinco de lunes a sábado. Regresa

El psicópata de Hidalgo

Psicopata - el psicópata de hidalgo

Amanece, aquello entre el horizonte y el cielo y los rayos de sol se extienden poco a poco atravesando el suelo, lo que significa que Rogelio ha cumplido su principal deseo. Vive solitario en un pequeño cuarto cerca de su trabajo, una carpintería en Piracantos; chambea de nueve a cinco de lunes a sábado. Regresa a casa, se echa en la cama y, cuando aparentemente todo está en calma, es cuando escucha las voces, las voces que le dicen que asesine, que asesine por las noches.

Rogelio se baña y se arregla para dar una vuelta, se pone zapatos elegantes, pantalón de vestir y camisa blanca con saco gris, se mira al espejo antes de salir. “Eres el mensajero de Dios”, se dice a sí mismo mientras las voces en su cabeza siguen insistiendo. Se persigna y cierra los ojos durante unos momentos, sale de su cuarto y toma un taxi que lo lleva al centro, y regresa al amanecer luego de haber cumplido su principal deseo.

Pero no por mucho tiempo.

James Hernández era nuevo en la Secretaría de Seguridad Pública, había estudiado Ciencias Penales y una maestría en investigación forense en Stanford. Desde su llegada no fue bien recibido, sus compañeros sentían celos y lo aislaban con indiferencia. James podía estar en una agencia especializada en la ciudad de México, dirigiendo un departamento completo, sin embargo, una huella de dolor en su vida lo obsesionaba con radicar en Pachuca y seguir los rastros de su padre, desaparecido hace muchos años. Mientras tanto, tenía que resolver un caso que nadie quería tener en sus manos.

El psicópata de Hidalgo.

El expediente era un relato detallado y exacto de los cinco asesinatos relacionados. El primero: un gordo calvo, dueño del Café Central, fue hallado colgado, con un grueso gancho, sobre la caja de cobro; estaba abierto en canal, como los cerdos cuando los van a desangrar. El segundo: un hombre flaco con cara de rata, dueño de un negocio de limpia-ventanas, fue hallado colgado con un enorme palo atravesado desde su boca hasta su ano. El tercero: un joven deportista, hallado sin brazos ni piernas, colgado de una viga en lo alto de un gimnasio. El cuarto: un político corpulento, colgado de sus vísceras en su oficina en el congreso. El quinto: un sacerdote, castrado, descabezado y colgado en lo alto del campanario. El detective Hernández había encontrado un patrón detrás de estos asesinatos: las víctimas habían sido empleadores de un tal Rogelio del Prado.

Mientras tanto, en su lúgubre cuarto, Rogelio se preparaba para su sexta víctima. Hincado frente a un altar lleno de santos, golpeándose el pecho sosteniendo un rosario, mordiéndose la lengua hasta haber sangrado, gritando entre dientes desesperado, jurando que su misión es una lucha contra el diablo, contra los codiciosos y asquerosos avaros… Llamaron a su puerta. Rogelio volteó serio, se puso de pie y preguntó “¿Quién es?”

—Buenas tardes, soy el detective James Hernández.

Rogelio abrió la puerta sólo unos centímetros, dejó ver su mirada enrojecida y, por primera vez en su vida, sintió nervios y pensó en su huida; jamás imaginó que por él alguna vez llegarían.

—¿Es usted Rogelio del Prado? —preguntó James.

—Un momento…

Rogelio cerró la puerta, se escuchó cómo quitó la cadena y corrieron algunos segundos en silencio. El detective Hernández miró a su alrededor, suspiró hondo y pensó en su padre, momento en que un disparo atravesó la puerta. James cayó abatido, no obstante, aún vivo. Rogelio abrió la puerta, sosteniendo en sus manos la escopeta. Un vecino se asomó pero de inmediato se escondió. Rogelio metió a rastras al detective a su habitación y cerró.

Dos días después la SSP de Hidalgo ordenó la investigación del paradero de su elemento James Hernández, sin embargo, el cuarto donde vivía Rogelio del Prado estaba abandonado cuando lo allanaron, revisaron e investigaron. El único rastro era el hueco del plomo en la puerta. Había desaparecido sin dejar rastro y, por cierto, cesaron los asesinatos.

Pero no por mucho tiempo.

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