Te compartimos un cuento de Issac Arrt:
Llegué jadeando ante la enorme puerta del templo, se encontraba en la cima de una montaña, donde se podía admirar de manera precisa la Gran Plaza Central. Me detuve un momento para observar hacia atrás y buscar desde lejos el sitio donde había estado hace unos minutos, sólo para darme cuenta que estaba justo a tiempo.
Entré al templo y lo primero que llamó mi atención fueron los grandes techos que desembocaban en la enorme cúpula; una que, decían, siempre apuntaba a la misma estrella. Debajo de ella se encontraba el altar, y se trataba de un simple monolito de piedra negra, en la que en días especiales se alimentaba al fuego sagrado. Noté que a diferencia de la mayoría de los templos, el altar estaba orientado hacia el Norte. Eso me produjo curiosidad, pues a pesar de haber estado ahí anteriormente, nunca lo había notado. El ambiente me envolvió, las grandes paredes de cantera alimentadas por el color de las velas y las antorchas, se tornaban de un color cobrizo y acogedor por la noches.
Ahí estaba ella, de pie frente al altar, dándome la espalda. Sólo ella. Su cuello largo y su cabello trigueño la delataban, y lo único que pude hacer fue seguir esa imagen que me arrastraba a ella. Su cuerpo estaba cubierto por un vestido blanco muy sencillo que se ceñía a su cintura, y mostraba una figura irradiante y segura de sí misma. Me acerqué por su lado izquierdo, sin voltear a verme me dijo:
—Te estábamos esperando. Es tiempo de iniciar los preparativos. Sígueme.
No sabía a qué se refería. Casi me dio un ataque de risa, pero me acordé de la seriedad que se vivía en la ciudad y retomé la compostura. Me volví a concentrar en Samara, en su cuello y ese perfil que ahora podía ver de manera clara. No encontraba sus ojos pero no podía alejarme de ella, la seguía entre los enormes pilares que sostenían esas piedras rojas que nos arropaban de la oscuridad.
Cuando por fin se detuvo, llegamos a una puerta pequeña, de aproximadamente un metro y medio de altura, que tenía un símbolo con una inscripción. Era algo parecido a una herradura o media luna con “ad astra” escrito por debajo. Observé el sello un momento, estaba hecho de un metal brillante como el oro, pero del color de la plata; traté de tocarlo para saber qué era pero Samara detuvo mi movimiento con su mirada. Al saber que me veía, puse de nuevo toda mi atención en ella. Pude ver esos ojos, otra vez, esos enormes ojos color ámbar que tanto había soñado y me hacían regresar a ese lugar cada vez que podía, o encontraba excusas para hacerlo. Sentía que me desbordaba cuando los veía, como si dejara de ser yo y una fuerza imparable, pero hermosa, se apoderaba de mí al observarlos…
—Tienes que estar completamente seguro de saber por qué estás aquí el día de hoy.
Me dijo en una voz tranquila y dulce que me sacó de mis cavilaciones, intentaba encontrar razones pero no sabía qué decir. Me quedé callado.
—Hace un momento parecías estar muy seguro, y ahora te quedas en silencio. Sabes por qué estás aquí, no me lo tienes que decir, simplemente estar seguro.
Sus palabras y sonrisa me contagiaron de una tranquilidad que me invitaba a seguirla a cualquier lugar. Abrió la pequeña puerta, y me indicó que la cruzara primero. Accedí sin pensarlo para salir a una bóveda mucho más pequeña pero idéntica a la del templo. Al observarla detenidamente, noté que era una copia exacta de los muros y la bóveda, aunque aquí no había pilares ni altar, sólo unas escaleras en forma de espiral que descendían hacia un fondo que parecía no tener fin, pero en el cual se apreciaba una pequeña luz color durazno en constante parpadeo.
—Vamos, nos esperan.
Al decirme esto, me alcanzó una antorcha que llevaba en la mano y me mostró el camino. Perdí la noción del tiempo, comencé a darme cuenta que llevábamos mucho tiempo bajando; el ambiente era húmedo pero se sentía un calor que me sofocaba, mi ropa estaba empapada y por su cuello corrían gotas de sudor que se pegaban entre su espalda y su vestido blanco, dibujando una delgada línea que recorría su columna vertebral, haciéndola parecer una pantera en pleno acecho. En ningún momento se había detenido a descansar, ni me había dicho una sola palabra. Se me ocurrió preguntarle sobre qué pasaba en la ciudad, y a dónde nos dirigíamos. Quería saber quién nos esperaba, sobre los “preparativos” y la poca información que me había dado desde que llegué. Me detuve un momento para intentar formular la pregunta adecuada, pero ella ni siquiera se dio cuenta de mi pausa y siguió bajando, cuando la vi alejarse, mi mente se detuvo y mis pies reaccionaron.
Poco a poco el calor y la humedad fueron desvaneciéndose para ser alimentados por una suave brisa que olía a campo y tierra fresca. Me asomé por el borde de la escalera, y me di cuenta que ya casi terminábamos el descenso. Lo que me había parecido desde arriba una luz que parpadeaba, ahora cobraba una forma. Estábamos como a 20 metros sobre él, era un altar idéntico al del templo con un fuego encendido que se movía al ritmo de la brisa. En ese último tramo comencé a sentir palpitaciones que me inundaban desde la lejanía, pero que hacían retumbar todo mi ser. Cuando al final pisamos tierra y llegamos junto al altar que había admirado durante lo que había parecido una eternidad, ella se dirigió a mí y me dijo:
—¿Escuchas ese tambor? Ya casi estamos ahí.
—¿A dónde vamos?
Y me sorprendí, era la primera vez que había podido formular un pensamiento y transmitirlo en unas cuantas palabras.
—Ahí.
Y señaló una cueva por donde salía una agradable brisa, que nos había acompañado en los últimos escalones de nuestro descenso, a través de la cual también se distinguía ese sonido que me había atrapado. Era un tambor. Uno que tocaba un ritmo constante, sin prisas ni demora, un ritmo que retumbaba en toda la cueva y subía por lo que ahora parecía inimaginable. Una cúpula inmensa que subía hasta la montaña llevando ese ritmo, expandiéndolo y haciéndolo abrumador, pero hermoso.
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Las fotografías que acompañan al texto pertenecen a Christopher James.