Cuento para el día que nos dijimos adiós sabiendo que ya nada volvería a ser igual

Cuento para el día que nos dijimos adiós sabiendo que ya nada volvería a ser igual

Cuento para el día que nos dijimos adiós sabiendo que ya nada volvería a ser igual

Hicimos una promesa de tener al sol y la luna tatuados en la piel. Esta promesa surgió de una clase de Historia en el bachillerato, teníamos un par de semanas de haber pasado de amigos a novios y estábamos en la etapa más alta de enamoramiento; dos adolescentes en etapa tardía. Tiempos de pantalones entubados, música alternativa, cervezas en lugares clandestinos y conciertos gratuitos.

Pero no sólo prometimos eso, queríamos que la relación trascendiera, estábamos embriagados de la idea del amor romántico y del para siempre. Nos bastó una visita al Museo de Antropología y una tarde de Gustavo Cerati para prometernos visitar la Patagonia y hablar por lo menos dos idiomas adicionales a nuestra lengua materna.

Finalmente, después de conocer el mítico placer que inspira a la poesía y las páginas con tres equis, nos aventuramos y acordamos llevar a cabo lo prometido, quisimos hacer un ensayo antes del gran viaje. Dos meses después nos quedamos de ver a las cinco de la mañana en la central de autobuses del sur, el destino no era muy alejado y con nuestros cálculos, bastaría un pequeño ahorro, financiado por tres quincenas de tu trabajo a medio tiempo y un mes completo de mi beca.

Todo eso es lo que retrocedí cuando me viste de espaldas, te llamó la atención mi antebrazo; largo y frágil, una falda carente de volumen y un cabello alborotado. Pero al llegar a mi espalda, parcialmente descubierta, te sorprendió ver la noche y el día. Yo volteé y te vi con tu traje negro, en contraste con una camisa orgullosamente pulcra y sin arrugas, gris, colores que recuerdo que odiabas, ya que, según tú, te hacían sentir triste y nada original.

Por un momento nos faltó la respiración, después ese impacto pasó al estómago. Y entonces tus “patitas de gallo” se fueron marcaron hasta acentuarse. Yo me ruboricé, pero no sonreí; ya antes me había pasado, sólo que no eras tú, te confundí muchas veces con otras personas.

Caminaste hacia mí, lento, con los ojos sin parpadear. Yo permanecí en mi lugar, aparentemente firme, porque en realidad sentía deshacerme por dentro. Me escudé en el libro que minutos antes había escogido Cielos violetas y noches azules era su título, lo apreté y lo acerqué a mi pecho.

Nuestras miradas se fijaron con la fuerza que dos polos opuestos, irónicamente, se atraen “20 años”, dijiste en voz baja, pero lo suficientemente claro para escucharlo. Miraste mi cabello, mis piernas y mi boca; tenuemente coloreada. Yo pensaba en tantas cosas, pero ninguna palabra podía ser timbrada por mi voz; sin embargo, acerté con mi cabeza, siguiendo un ritmo inspirado por la lentitud, dulzura y melancolía.

Un restaurante, que por fuera luce un poco chueco y por dentro también, el cual está decorado por pequeñas piezas de talavera, fue la próxima parada contigo. Alejaste la silla de la mesa para que pudiera sentarme. Yo observé la escena un poco desconcertada, se me había olvidado que algunos actos, y éste en específico, eran muy naturales en “caballeros”. Me dio risa este pensamiento y se me salió una exhalación brusca, me miraste con dos expresiones; la primera fue de desconcierto y la segunda fue similar a cuando olvidas algo y después viene a ti en el momento que necesitas recordarlo. 

Repetí “20 años”, ordenamos café, miré tus manos y continúe: “vaya, casado”, me miraste nervioso e impaciente, “¿cómo lo sabes?”, dijiste, me reí y con la mirada te señalé el dedo anular que podía reflejar las luces tenues que estaban arriba de nosotros, miraste tu mano y una pequeña risita sin sonido se formó en tu cara.

Volví a verte en los ojos y te dije, “cómo te podrás dar cuenta, cumplí algunas cosas que se prometieron cuando estábamos chavos… lo que se prometió hace mucho”, y con un nudo que me oprimía la garganta seguí, “dos de tres promesas que se hicieron, las cumplí, y me hubiera gustado que la otra hubiera sido ir a la Patagonia”. Te esperé hasta las seis de la mañana, me fui a llorar al baño de la terminal por algunos minutos, entonces me levante violentamente de la mesa, te di la espalda y cuando terminé de dar un paso escuche tu voz, eran las cinco treinta y estaba abordando el camión que me llevaría a la central, estaba muy angustiado, las chingadas llaves para cerrar la casa no las encontraba. Sabía que se me había hecho tarde, las encontré y salí deprisa.

Cuando por fin el camión me dejó cerca de la terminal tenía toda la intención de llegar, pero vi mi reloj y eran cuarto para las seis, me dio mucha tristeza pensar que ya no estabas ahí, generalmente yo era el impuntual en las citas y algunas veces me amenazabas con irte si volvía a pasar. 10 minutos más y serían las seis de la mañana, pero, ¿quién espera a alguien tanto tiempo? Me dio tanta tristeza pensar que ya no estarías ahí, y mejor decidí regresar a casa con un sentimiento que no sé si algún día desaparezca.

**

Te compartimos estas cinco recomendaciones de libros para que aproveches tu verano.

Salir de la versión móvil