Cuando las luces se encienden sobre las canchas de baloncesto y corre esa ligera brisa propia del posmeridiano, o cuando las viejas casas del Estado abren sus calurosas ventanas y dejan al descubierto, entre sus cortinas raídas por el sol, los fogones de la cocina, con alguna sartén, friendo hamburguesas o salchichas para la cena… siempre hay madres asomadas en los balcones buscando a sus hijos. Siempre existe una unión invisible entre vecinos, en quienes las miradas hablan con los gestos. Siempre existen parques oscuros destinados a los besos o a la marihuana.
En los barrios siempre hay ruidos de sirenas, mezclados con músicas de bares o de coches, sonidos que van implícitos al mundo del asfalto y es algo natural, no dormir de un tirón en los patios comunes. Después, los olores a comida por los extractores de humo en las azoteas, alimentan a los cuatro soñadores en turno, quienes suben cada noche a contemplar la ciudad, mientras sus ojos repletos de ambiciones resbalan sobre las cabezas de los transeúntes.
En los barrios se forja la filosofía de la lucha y hay que vivir en uno de ellos para entender su arte en las paredes. Porque de los barrios surge la verdadera poesía, la voz de la calle con sus puños de realidades alzados al cielo, con esa palabra urbana que mueve a las generaciones del cambio. De un barrio nace el sentimiento de superación, la fuerza más extrema para conseguir el derecho a un bienestar, a una dignidad, a un respeto…
Hay que poseer la personalidad de barrio suficiente para ser el primero en bajar a la calle cuando hay una manifestación o fiesta, y también ser el primero en emigrar al zaguán cuando aparecen reyertas o si la cosa se pone fea. Hay que ser del barrio para que el quiosquero te fíe eternamente. Hay que nacer en un barrio para comprobar las obras que se construyen sin arquitectos. Hay que convivir dentro de un barrio para ver a los perros salir a la calle sin correa y sin bozal.
Pero lo mejor de ser de barrio es que nunca queda tiempo para el aburrimiento.