Las montañas se marchaban y desaparecían cuando les venía en gana. El proceso no se apreciaba a la vista, y sucedía siempre en completo silencio. Los animales se quedaban quietos y se dejaban mecer, sabían que era mejor hacerlo así, ya que si se distraían por el movimiento, la tierra podría convertirse en cuestión de segundos en catástrofe. Los habitantes del pueblo no se enteraban del hecho hasta que las cadenas montañosas se encontraban en el nuevo lugar. Lo sabían porque al abrir las ventanas hallaban todo tipo de ramitas en el bordillo. A veces podía suceder que algún pajarillo apareciera con su propio nido lleno de piedras y alimento. Si eso pasaba, era costumbre que el dueño de la casa se quedara con el ave y le pusiera una casita de madera en el árbol más alto de su jardín. Antes de la migración de las montañas, los árboles entonaban la misma canción, y las luciérnagas alargaban más de lo normal la duración del destello. Las raíces eran las últimas en despedirse, y los lobos intentaban quedarse en el mismo lugar. El acontecimiento siempre empezaba cuando algún niño caía enfermo. No era nada grave, solo tenían que pasar unos cuantos días en cama para crecer.
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La ilustración que acompaña el texto pertenece a Silvia Noire.