¿Qué cosas se esconde en el mitor de Teseo y el Minotauro si se escucha la versión de Ariadna? Elisenda Romano lo imagina en el siguiente cuento.
GROTESCO
Ariadna, con su hilo, seguía caminando por el cadáver incorruptible que representaba aquella máquina de miedo y muerte construida por el famoso arquitecto. Los muros triplicaban la altura del más gigante de los hombres, así como su espesor equivalía a un persona entera. Pero nadie hablaba de la tristeza que desprendían las paredes cargadas de humedad y suciedad. Nadie hablaba del olor de la carne de los atenienses lacerados, ni de cómo penetraba la luz del crepúsculo. Allí las olas del mar iban a morir condenadas. Nunca se olía la sal mezclada con las algas, apenas se percibía otro aliento que no fuera el de los muertos. Los cadáveres descuajaringados yacían a cada paso, alfombrando con sus vísceras el suelo de guijarros colmado de charcos de sangre coagulada.
Ariadna se preguntaba si su hermano los masticaba a falta de hierba o pacía del musgo verde pálido que recorría las paredes del laberinto. El hilo tembló. Ariadna se quedó quieta. Un grito animal se alzó desde las entrañas del laberinto. Ariadna, aterida, dio un paso al frente y dio otro y otro más… Ya casi no había luz, sólo una capa de nubes que teñía el laberinto del color de su carne. Otra vez el bramido.
El corazón de la joven palpitó cada vez más rápido. Una espada fue desenvainada. Su respiración se agitó en la penumbra. Avanzó más rápido. Estaba cerca. Sus pies dieron contra un objeto. Ariadna trastabilló, sólo el hilo la salvó de caer de rodillas y limarse la piel con la gravilla. La joven miró atrás y un ateniense más le devolvió una mirada colmada de moscas verdes. Un conato de vomito subió a su garganta. Apartó la mirada y siguió caminando, cada vez más deprisa, cada vez más cerca. Ni el viento de la noche, preñado del rumor de las olas del mar, se atrevía a pisar los muros donde sólo vivía la luz de la luna, pero nada crece bajo ella.
En el corazón del laberinto se alzaba un montículo de piedra, como una especie de cama, para el aborrecido ser que habitaba en ella. Ariadna tuvo la tentación de llamarle por su nombre, pero la respiración se le cortó al palpar el hilo húmedo y caliente por las manos de Teseo. La piedra dio contra la espada. Ariadna avanzó.
La luna quedó desnuda de nubes y su plata bañó el centro del laberinto: una suerte de malas hierbas que crecían entre las costillas de los primeros atenienses. Un rumor la llevó a detenerse y mirar al ser que se ocultaba tras las columnas despedazadas. En el rumor localizó la dulce voz del medio hermano sacrificado. Ariadna, sabiéndose tan cerca, avanzó con pasos raudos hacia él, quien de espaldas, sentado y con las orejas empinadas hacia la oscuridad, pretendía hallar el paradero del héroe.
Teseo sacaba los filos al cuchillo. Hundió su mano entre las crines de su frente y descendió la mano hasta los belfos. Su aliento cálido le templó la mano fría, como muerta. El reflejo de su mirada le encogió el corazón. Sonrieron. Aunque no tuviera labios, sabía por su respiración que estaba contento de verla. Ariadna llevó su frente a la suya, donde los cuernos curvos y rubicundos competían contra el arco de la luna. Las manos de ella rodearon el rostro hasta llegar a su cerviz. Se aportó de él y se colocó al lado del hermano. Le empujó para que se moviese, apremiándole a ponerse en pie. Sin embargo, de su boca sólo salió un gruñido de dolor.
Le miró a los ojos. Encerrados en aquellos óvalos de ébano descubrió su silueta y la del ateniense, cuya espada le rozó el hombro para clavarse en el cuello y traspasarlo. El color de su mirada se volvió viscosa como la sangre que manaba de la herida y los empapó a ambos. Teseo la asió del brazo y la arrastró en dirección al lecho de piedra donde la depositó sin esfuerzo. La panoplia dorada cayó al suelo. Ariadna se arrastró hacia el lado opuesto de la mesa. Teseo subió, espada en mano.
Ariadna había perdido el hilo que le permitió entrar y que ahora le impedía salir. Teseo le agarró del tobillo y la arrastró hacia sí. Se miraron a los ojos. Jadeaba. Soltó la espada. Ariadna le golpeó. Teseo le apretó las muñecas frías, como muertas. Ella pataleó contra sus piernas torneadas de atleta. Los cuernos de la luna y de la testa del minotauro se alinearon en fatal hora. Ariadna, la más pura, jamás lo olvidaría.
Siempre le recordaría admirando el mar de Creta en el jardín superior, aquel que daba a la trampa que habría de ser su hogar y sepulcro, cuando todavía no sabía que iba a tener que dejar su vida palaciega para convertirse en un mito.
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