Texto escrito por Carlos P. Jordá
Llevaba semanas sintiéndome como la mierda. Regresaba de mi habitual llamada anónima desde un teléfono público al novio de mi ex. Sí, los teléfonos públicos aún existen y no pregunten cómo conseguí el teléfono de ese culero. Ese día, particularmente, había sentido muchas ganas de meter la mano a la bocina para darle una bofetada, de tenerlo frente a mí para golpearlo y que él me golpeara a mí. Hacía tiempo que sentía la necesidad de ser golpeado en la cara, hasta la fecha no sabría decir porqué. En fin, hay que andarse con cuidado cuando uno hace una petición al aire; me crucé la calle que llevaba al parque que tenía que atravesar para llegar a mi casa y, como es habitual en la ciudad de México, un taxi se pasó el alto. Siendo sinceros, no estuvo ni cerca de atropellarme, pero eso no impidió que yo le recordara lo irresponsable que era.
—¡Tienes el rojo, cabrón! —le grité.
De verdad pensé que ni siquiera iba a escucharme, pero se frenó en seco. Me miró con más odio del que yo le tenía a la vida en ese momento y me preguntó:
—¿Qué dijistesss güey?
¡Puta madre! pensé. Vacilé con seguir mi camino, pero era demasiado tarde, ya habíamos hecho contacto visual. Era un tipo moreno con facciones toscas, por la mitad de su cuerpo que asomaba por la ventana advertí que era un hombre robusto. Yo soy algo así como un flacucho, no tenía oportunidad alguna de ganar esa batalla.
—Vas a atropellar a alguien —dije tratando de usar un tono amistoso, aunque seguramente se escuchó, más bien, temeroso.
—Muchos huevos, ¿no? Ven aquí a decírmelo.
Mi cabeza no dudó en correr, pero mis piernas fueron invadidas por el mal de la indecisión. Yo no sé por qué escribo de estas cosas que solamente logran avergonzarme; para que la misma prisa que lo había hecho regalarse un alto en el semáforo lo hiciera seguir su camino y no moler a golpes a un joven agradable. Afortunadamente, la luz verde ya se había puesto y un desesperado pitaba detrás de él. El taxi siguió su camino y yo levanté mi dedo medio hacia él.
Me senté en una banca del parque para lamentarme por ser un marica y, también, para ocultarme en caso de que aquel sujeto decidiera dar la vuelta y buscar venganza. Analicé por lo menos tres maneras en las que hubiera podido resultar victorioso en esa pelea; correr antes de que siquiera le diera tiempo de poner el freno de mano, ir en son de paz con la mano tendida para traicionarlo en el último instante y coger una roca para llevar a cabo un ataque a distancia. El hubiera no existe, me creía el peor de los fracasados. Soltero y miedoso, abandonado y cobarde, vaya mal combo. Encima tenía que andar alerta en caso de que el taxista volviera A penas cruzó esto último por mi mente cuando caí en cuenta de que estaba siendo acechado por una mirada amenazadora.
Ahí estaba, a la espera de cualquier movimiento en falso para lanzarse a mi yugular. Pensé en huir, pero ganarle a la carrera a un taxista con sobrepeso no tenía nada que ver con escapar de la mandíbula de aquella bestia aerodinámica de cuatro patas. Era un dóberman. Me quedé inmóvil, algún día vi en televisión que lo mejor que se podía hacer cuando un animal salvaje estaba al acecho era jugar a las estatuas de marfil, evidentemente, en esos caso extremos, el que pierde no baila el twist. De acuerdo, no era salvaje, tenía collar y todo, pero me pareció que dejar a un perro como ese, en un parque familiar, sin correa, era como poner un arma cargada en las manos de un niño de cuatro años. Empezó a acercarse lentamente hacia mí.
—¡Laika! —gritó una voz a lo lejos.
De haber sido un bravucón en la escuela, le hubiera dicho: “es mi madre, lo siento, pero tendremos que dejar este encuentro para otro día”. Seguía avanzando y yo comenzaba a sentir las gotas de sudor de mi axila cayendo sobre mi costillas.
—¡Laika! —escuché de nuevo.
>, pensé.
—¡Laika!
Por fin, la voz se materializó en una joven de mi edad que jalaba al dóberman del collar. Era mi salvadora, su hazaña había sido tan intrépida como el caza cocodrilos —que en paz descanse—, sujetando por debajo de la cabeza a una cobra. La chica acarició con rudeza a la bestia. Yo tardé en comprender que ella era la dueña y que Laika era el nombre del animal feroz.
—No te preocupes, es muy juguetona, no hace nada.
Claro, nada a parte de destripar a muchachos inocentes.>> No emití palabra alguna. Ella cogió una rama del suelo y la lanzó, la perra se fue corriendo tras de ella.
—Soy Fátima —me dijo estando en cuclillas frente a mí—, ella es Laika —me presentó a su mascota cuando regres con la vara de madera en el hocico.
—Laika, qué original —dije pensando en la perrita que habían lanzado al espacio.
—Lo sé, así se llamaba mi hermana —al parecer no había entendido mi sarcasmo—, no sé de dónde habrán sacado ese nombre mis papás. Cuando mi hermana murió, decidí llamar igual a esta chiquita.
Me quedé pasmado, sentí que la había cagado bien y bonito. Buscaba palabras en mi diccionario para disculparme con una desconocida y de paso darle el pésame por su pérdida. Ella se rió.
—¿Crees que eres el único que puede bromear o qué? Deberías ver tu cara. No tengo hermanos y nunca los he tenido. Te he visto antes, ¿vives por aquí?
—Jeje —no era una risa sincera, tenía encima el susto del taxista, de la dóberman y del pariente muerto—. Sí, vivo con mi abuela a unas cuadras.
—¡Ya decía yo! —dijo mientras lanzaba de nuevo la rama— En esta colonia son contadas las personas jóvenes. ¿Quieres venir a mi casa por una cerveza?
—No tomo.
—Bueno, ¿por un vaso de agua?
En realidad no quería ir, también había decidido dejar de beber hacía un par de días. Comprendía que la chica estaba interesada en mí, pero a mí me daba igual; no era guapa, ni sexy en ninguna manera y su perruna amiga me seguía causando desconfianza. Acepté porque no tenía ganas de regresar a la casa de la abuela y ser atosigado por ella en su intento por convencerme de que comiera algo.
Entrando a su casa, Fátima me invitó a tomar asiento en un sillón para tres personas cubierto con una sábana. Obedecí mientras ella iba a la cocina. Laika se sentó en frente de mí y me clavó la mirada asesina que tienen todos los dóberman. Cada segundo que pasaba lejos de la dueña de la perra me sentía más incómodo. Por fin dije:
—¿Acaso esto es un secuestro?
Escuché a Fátima reírse. Regresó con un vaso de agua y una botella de cristal que acomodó una mesa chaparra que nos separaba a Laika y a mí.
—Ya te dije que no hace nada. A menos que yo se lo ordene.
—No lo sé, he escuchado que los perros huelen el miedo.
—¿A quién le tienes miedo —dijo al tiempo que se sentaba a lado de mí y me daba una mirada que, intuí, pretendía ser sensual—? ¿A ella o a mí?
Como yo ya no bebía, la acompañé sólo con un tequila. Está bien, nos acabamos media botella entre los dos y prácticamente me arrastró a su cama. Durante la charla obligada que antecede a un encuentro carnal de media tarde, averigüé que sus padres sí estaban muertos y que Fátima había heredado una fortuna y la casa en la que vivía, que todos los días salía a pasear a Laika a la misma hora y que planeaba dedicar su vida a formar una fiel jauría de perros. Ya había anochecido y yo tenía ganas de estar solo en mi propia cama. Le dije que había pasado un buen rato, pero que tenía que alcanzar a mi abuela para el rosario de las ocho. Le dio risa, yo me levanté desnudo y la vi: ahí estaba Laika resguardando la entrada a la oscura habitación. > Pensé,Esta mujer es una devora hombres que, después de saciar su interés sexual, alimenta a su perro con sus víctimas. Al parecer me vio titubear. Me dijo:
—Ya te dije que sólo ataca si yo se lo ordeno. ¿Te veo mañana en el parque?
—Claro —respondí sin quitarle de encima la vista a la dóberman—, ¿a qué hora?
—Después de comer.
—Yo no como.
Rió y se levantó, desnuda también. Se inclinó y acarició bruscamente a su perro.
—Nos cae bien, ¿verdad? —dijo con la voz con la que se le habla a un bebé— No le vamos a hacer nada porque nos cae bien, ¿verdad?
Laika olfateaba el pecho de Fátima. Yo me vestí y salí de la casa con la certeza de que, de manera indirecta, había besado a un dóberman. Esa noche dormí sin necesidad de comerme el cuarto de píldora que me había recetado el psiquiatra al cual sólo visité una vez para que me diera pastillas. Desperté inquieto a la mitad de la noche, cuando me giré para intentar conciliar el sueño la vi. Era Laika que me regalaba una sonrisa macabra. Desperté de nuevo, había sido un sueño.
Los días siguientes, mejor dicho semanas, fueron monótonas. Había salido de una rutina para entrar en otra. En vez de hacer mis llamadas anónimas y lamentarme en el parque, pasaba más de una hora escuchando parlotear a Fátima sobre cualquier cosa mientras le arroja el objeto que encontrara en el suelo a Laika. Y, en lugar de tirarme en mi colchón por las tardes verificando que aún estaba bloqueado en todas las redes sociales de mi ex y esperando la hora del somnífero, pasaba horas en casa de Fátima bebiendo y follando. A veces me preparaba de comer, al igual que mi abuela, pensaba que estaba muy flaco.
—No me vas a aguantar el ritmo en la cama si sigues así de desnutrido —solía decir.
El sentimiento de que ella quería asesinarme seguía presente. A veces le daba a probar mi comida a la mascota antes de llevármela a la boca. Era una chica extraña, en algún momento dijo algo parecido a que los tres hacíamos una muy bonita familia, fue ahí cuando empecé a crear lazos más sólidos con Laika. Me pareció que ella estaba tan temerosa de su dueña como yo. Prefería quedarme a solas con la perra que con Fátima, eso sí, cuando ladraba sin razón aparente, no podía evitar dar un salto del susto, pensando que me hubiera desconocido y fuera a devorarme vivo.
—¿Cuántas veces tengo que decírtelo? No te va a hacer nada. A menos que yo se lo pida.
Esa frase me tenía arrinconado. Un día, mientras me vestía y me despedía, le informé a Fátima que me ausentaría en el parque al día siguiente, ella comenzó a interrogarme. Yo no necesitaba excusas, extrañaba quedarme en casa haciendo nada. Ella dijo que no me creía y comenzó a levantar la voz, parecía que estallaría en cualquier momento, no dude que seguramente tenía bajo el cinto muchas historias de relaciones tóxicas. Al mismo tiempo que sus gritos inundaban el lugar, Laika me gruñía agresivamente. Tuve que disculparme y rectificar sobre mis planes para el día siguiente, sólo así, el can y su propietaria se tranquilizaron.
<<¡En la que me he metido!>> Pensé de nuevo esa noche. Incluso pasó por mi mente marcarle a mi ex para pedirle auxilio, pero estaba seguro de que pensaría que era otro intento por causarle lástima o celos, así que no lo hice. Algunos días pasaron. Todo seguía igual; las charlas eran unilaterales, la comida que me preparaba no estaba ni bien, ni mal y el sexo era sexo. De vez en vez me sentía protegido, me decía a mí mismo: si el taxista volviera a pasar por aquí, no dudaría ni un segundo en recordarle la importancia de obedecer las señaléticas electrónicas. Me encantaría que se bajara de su coche y me viera acompañado de una psicópata con un dóberman.>> El placer que ese pensamiento me causaba era pasajero, pues no tardaba mucho en recordar a quien le pertenecía la lealtad de aquella bestia doméstica.
Una tarde cualquiera, Fátima me dijo en el parque que tenía una sorpresa esperándome en casa. Cuando fuimos a su lugar, noté que había preparado un banquete. La mesa de su comedor, la cual nunca habíamos usado, tenía un mantel y velas encendidas cuya cera ya se había desparramado, dos platos y cubiertos como si veinte personas fueran a degustar los alimentos.
—En esta fecha tan especial, quiero que todo sea perfecto.
—Parece que así será —dije con miedo—, pero no estoy seguro de lo que estamos celebrando.
—Hoy se cumple un mes desde que nos conocimos, no me digas que no te acordabas.
—¿Qué? Por supuesto que lo tenía presente, sólo no pensé que te gustaran esta clase de ceremonias.
—No me gustan, pero eres, por mucho, el mejor novio que he tenido.
Sí, la cosa se ponía fea. Creí que no tendría otra oportunidad para terminar con ese noviazgo con el que no estaba, ni un poquito, de acuerdo. Buscaba una frase para deslindarme del compromiso sin herir sus sentimientos y, más importante, que no implicara que yo fuera a salir de ahí descuartizado en una bolsa de basura. La tenía en la punta de la lengua cuando ella comenzó a recitar el menú:
—Pastel de papa gratinado, ensalada campesina, espagueti a la boloñesa y pechugas rellenas. Claro, también cocí un par de huevos, sé que es prácticamente lo único que comes. Ves, soy la mejor novia que pudieras desear, ¿quién te conoce tanto como yo?
Casi me asfixia con el abrazo que me dio. Se quedó amarrada a mí y yo me sentía como otra mascota. Era brusca, con la cabeza a la altura de mi pecho hacía movimiento similares a los de un gato cuando le da la gana de que lo acaricien. Supongo notó mi resistencia, pues estiró el cuello para alejar su cara y mirarme a los ojos.
—Podemos saltarnos todo e ir directo al postre, si prefieres.
—Sí… Creo que necesito algo dulce —dije, añadiendo en mi cabeza: para pasar este trago amargo.>>
—No seas tonto —dijo y rió.
Me empujó hasta su alcoba mientras me besaba y se iba desprendiendo de su ropa. Me aventó a la cama y terminó de quitarse los pantalones. Traía puesta una tanga color vino, no pude evitar imaginar lo bien que se le hubiera visto a mi ex. Me tronó los dedos y me ordenó:
—Desnúdate.
Aún no sé cómo pude continuar con todo aquello. Al parecer, los hombres no somos más que una especie animal que no puede resistirse al llamado de apareamiento. Fátima estaba siendo más tosca de lo normal, al oído me decía cosas como; “te voy a hacer el amor” y “no aguanto más”, entre cada mordisco que me daba. La cosa se puso peor cuando sentí unos dientes lejos de mis orejas y mi cuello. Era mi pie, di un brinco espantado y agaché la vista para ver de qué se trataba. Era Laika y juro que me guiñó un ojo cuando hicimos contacto visual. Cuando la mordelona humana que me acompañaba notó qué era lo que me distraía, me dijo:
—Ya te dije que no te va a hacer nada. Sólo quiere darte cariño, como yo.
Con esa clase de cariños, creo que prefiero quedarme solo>>, pensaba más tarde. Miraba al techo esperando caer dormido para tomar una decisión a la mañana siguiente, pero la pastilla no me hacía efecto. Cerraba los ojos y veía al dóberman sonriendo, luego se transformaba en Fátima. Estaba paranoico, me asomaba por la ventana para verificar que no estuviera siendo vigilado por la maniaca y su perro, ella no sabía dónde vivía, o eso creía yo. Repasaba mis opciones; mantenerme ahí hasta que la aburriera como a mi ex, no volver a salir de casa de mi abuela o escapar en la madrugada en el primer camión que saliera de la terminal del sur. Era difícil decidir, todas las opciones me dejaban como un cobarde, el mismo cobarde que pensó en ser amable con el taxista que casi lo atropella o correr de él para no ser alcanzado. Me sentía mal conmigo mismo.
Estaba a punto de amanecer cuando recordé las sabias palabras que mi padre algún día le transmitió a mi hermano: si ya no quieres salir con esa chica, deja de buscarla”. Eso era, podía evitarla a toda costa y seguir con mi vida. Por supuesto, aún corría el riesgo de que mi rastro fuera seguido por el olfato de Laika, era un perra muy habilidosa, pero tenía que apostar por mis probabilidades y dejar de ser un marica de una vez por todas. Así lo hice y hasta la fecha no he tenido ningún sobresalto. Eso sí; para hacer una llamada anónima desde una cabina telefónica o ir a comprar huevos al supermercado, tengo que dar un rodeo de casi un kilómetro para evitar pasar por el parque donde podría reencontrarme con el taxista que se pasó el alto, Fátima o su dóberman.
Ahora que conoces una de las historias de relaciones tóxicas que pueden suceder si la persona errónea se enamora de ti, descubre también:
Señales para darte cuenta si tienes un noviazgo tóxico
4 síntomas de que tu relación ya no tiene remedio