Las mujeres perdonan los moretones hasta que las apuñalan

Las mujeres perdonan los moretones hasta que las apuñalan

Las mujeres perdonan los moretones hasta que las apuñalan

Bajo la idea de esos estereotipos del lenguaje y del discurso colectivo, que recae en esquemas muchas veces machistas, la joven autora argentina Cecilia Cabrera construye un relato tomando como punto de partida la violencia de género, propone una visión particularmente acertada desde la perspectiva de su narrativa.

Hasta que la muerte los separó

La paredes blancas contrastaban con el rojo intenso de la sangre salpicada sobre las cortinas. Rocío quedó tirada sobre la cama con los ojos abiertos de la sorpresa. Su cabeza quedó en una posición extraña. Parecía una muñeca con el cuello roto. Matías nunca la había visto acostada tan desprolija. Así, ridícula y todo, seguía pareciéndole hermosa. ¿Qué le costaba hacerle caso cuando él le explicaba las cosas?, pensó. Matías siempre fue un imbécil.

El entierro fue muy triste. Su madre lloraba desconsolada, con desesperación. Sus palabras de despedida fueron:

—Hija, ¡siempre lo justificaste! Estabas convencida de que te celaba porque te quería y no te pudimos convencer de lo contrario. Es mi culpa, yo te enseñé eso. Perdóname.

Discutían por lo de siempre. Ella no podía aprender a dejar de coquetear con otros hombres, era el argumento de Matías. Le preguntaba a los gritos qué necesidad tenía de tocarles el brazo al saludar y sonreírles tanto a los otros tipos. Con decir buenas noches con amabilidad era suficiente. Él gritaba tan fuerte que la voz de ella no se escuchaba. Pero lo peor sobrevino cuando, cansada de tanta pelea, se dio vuelta en silencio y se fue a su habitación. Matías ofendido la agarró del pelo, la empujó contra la pared y comenzó a ahorcarla. Cuando se desmayó, la tiró sobre la cama, la desnudó y la penetró con furia aleccionadora.

—Así calmadita deberías estar siempre —le dijo entre dientes.

Ella se despertó en medio del acto y comenzó a forcejear. Amenazó con denunciarlo y él explotó de ira. Buscó un cuchillo en la cocina y cuando volvió la encontró marcando apurada el teléfono. La agarró por detrás, tomó su mentón con la mano izquierda y la derecha le hizo un tajo de lado a lado de la garganta y la tiró.

Sus amigas previeron este final y trataron de convencerla de que lo dejara. Pero Rocío lo amaba. Lo amaba y pensaba que por amor debía tenerle paciencia y no hacerlo enojar. Matías siempre le pedía disculpas, se arrepentía de verdad. Y tampoco se enojaba todos los días. A veces, no más. Lo defendía diciendo que siempre la protegió mucho, siempre la cuidó, sólo que a veces se estresaba y explotaba.

Ese sábado a la noche, volvieron en el auto por el camino de siempre y él gritó todo el camino mientras ella lloraba y se masajeaba el brazo dolorido donde la había agarrado con fuerza para hacerla salir del bar. Rocío se había encontrado allí con un ex compañero de la secundaria cuando volvía del baño a la mesa. Lo estaba saludando cuando notó la mirada fija de su esposo y se dirigió de inmediato a su lugar. No la dejó sentarse, la agarró del brazo, sin soltarla le pagó al mozo y se la llevó sin dar explicaciones.

A pesar de estos exabruptos Rocío siempre buscaba la forma de comprenderlo. Lo amaba ciegamente y buscaba comprenderlo. Él realizó muchos de sus sueños. Su madre siempre le dijo que por amor hay que hacer sacrificios. Su madre misma los había hecho.

El casamiento fue exactamente como Rocío lo soñó desde la adolescencia. En la misma iglesia que fue bautizada, con el vestido de novia de su madre y toda la familia alrededor. Hasta el cura que la confirmó logró que oficiara la ceremonia. Para ella fue un sueño hecho realidad escucharlo decir: los declaro marido y mujer, hasta que la muerte los separe. La muerte los separó.

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Las imágenes que acompañan al texto pertenecen a Joel Sossa.

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