¿Cómo te preparas para la vida?, cada generación tendrá su propia respuesta. Pero en el caso de los millennials, específicamente del 94 en adelante, la respuesta aún no está muy clara. Muchos apenas están empezando a darse cuenta de la verdadera situación de la cosas, están graduándose de la universidad, buscar un empleo o quizás son ya padres de familia. ¿Cómo abordar esos problemas para la generación actual?
Nos tocó vivir un periodo muy difícil en aspectos como lo económico, lo social y político. Somos estandarizados por las generaciones antecesoras y hasta juzgados por nuestros ideales.
El siguiente relato muestra los conflictos internos que pueden tener los últimos miembros de esta tan famosa generación.
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Tengo las manos atadas
Sentado en una escalera, espero ingenuamente a que el lunes caiga sobre mí; misma rutina, mismo reloj, hago tiempo hasta que den las ocho para entrar a la oficina.
Tengo un ligero sentimiento de culpa por entrar en el círculo vicioso llamado vida, cada lunes que intento levantarme de la cama me viene a la cabeza esa cancioncilla de Residente:
“La renta, el sueldo, el trabajo en la oficina. Lo cambié por las estrellas y por huertos de harina; me escapé de la rutina para pilotar mi viaje. Porque el cubo en que vivía se convirtió en paisaje. Yo era un objeto esperando a ser ceniza, un día decidí hacerle caso a la brisa, a irme resbalando detrás de tu camisa. No me convenció nadie, me convenció tu sonrisa…”
Es un himno olvidado en algún rincón de la habitación de cuatro por seis, con la esperanza que intenta defenderse y no quiere dejar morir la ilusión de ser libre y viajar por el mundo. Pero es el precio de la independencia, me repito para convencer al alma.
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Con independencia me refiero a trabajar de ocho a seis, de lunes a viernes, y percibir un sueldo para comer y pagar la renta; mil quinientos pesos al mes para poder andar en ropa interior por la cocina preparando café -si nunca has intentado esto, te lo recomiendo ampliamente, es espiritual.
No paso de los treinta años, ni de los veinticinco; y ya sé que en el mejor de los casos los años llegan cuando uno no se da cuenta. Me llamo Horacio, tengo las manos atadas y estoy sentado en una escalera, esperando con inocencia a que abran la oficina.
Soy de pocos amigos, que últimamente se van muriendo o quedando por el camino. He aprendido a dejar ir a las personas. Es coherente pensar que nadie es eterno, que al final todos escogen la “mejor” opción para seguir caminando. Y eso de poder embriagarse, se puede hacer con cualquiera que tenga disposición y dinero. La mejor compañía es la de uno mismo.
La gente va y viene, como si se tratara de una estación del metro, subes e intentas sentarte en el mejor lugar. Y de la nada, gente desconocida empieza a conversar agradablemente contigo. Unos te siguen por un par de estaciones y se bajan, otros, parece que tienen el mismo destino, pero justamente antes de llegar al final, se marchan. “¡Que desilusión!” podría pensarse, pero no es así, todos han comprado un boleto, todos tienen el mismo derecho de bajar donde les plazca. Así funciona esto, así siempre ha funcionado; el alma inteligente no sigue a nadie, ni tampoco obliga a nadie a quedarse.
Tengo las manos atadas, pienso ligeramente. Sólo me estoy quedando por un buen corazón; no hay vida, no hay planes, no hay nada. Sólo me estoy quedando por su buen corazón.
Me da un dolor en la parte superior de la espalda, a la altura de los hombros, un ardor; estrés, lo llamaremos. Sentado en una escalera, esperando fielmente, como perro, a que abran la oficina.
¿Qué es la vida? ¿Qué son los planes?; ¿trabajar de lunes a viernes de ocho a seis?, ¿tener nómina y cotizar al seguro?, eso no pasa en provincia. Los turnos son de doce horas de lunes a sábado, con un salario raquítico, sin prestaciones de ley, sin nada de nada. Contribuyendo a los pequeños monopolios de la zona a seguir jugando con su poder.
La gente te juzga, Horacio, la gente te juzga. ¿Cuál hormiga soy de éstas que piso?, te dicen cuándo amar, cuándo vivir, cuándo morir; no tiene mucho sentido seguir haciendo esto. Las pastillas sólo son para dormir, las pastillas sólo son para curar la tristeza. ¿A quién le gusta estar triste? A mí no, pero la tristeza es adictiva, es el único lugar que puedes llevar contigo.
Alguna vez mandé un poema de Neruda por correo, alguna vez dije: te quiero para los días fríos y nublados. ¡Carajo!, que insolente. Estoy enamorado de una niña; la gente dice que no sabe nada, que hay que buscar un trabajo al terminar la escuela y vivir como perros amarrados de ocho a seis, los trescientos sesenta y cinco días del año. Intentas ganar un poco de dinero y entonces mueres. Eso le dicen a ella; y yo por eso la quiero, porque no sabe nada. Pero tengo las manos atadas, me doy cuenta que sólo me estoy quedando por ese buen corazón, no hay vida, no hay planes, no hay nada, sólo su buen corazón.
En el fondo sé que quizás ella también se levantará un día de su asiento y se bajará en la primera parada que se le ocurra. ¡Merde alors!, mientras, voy sentado frente a ella, observando cómo las luces del túnel rebotan en su espalda y en su cabello largo. Lleva unos Converse y tiene miedo de no saber en qué estación parar. Judit dice que lo mejor de la escuela es el recreo. Judit, ¡no sabes cómo quiero quererte!, pero tengo las manos atadas y estoy sentado en una escalera esperando a que abran la oficina.
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Pienso: ¿cuándo la vida me dará un recreo?
Soy Horacio, a veces Oliveira, otras así nada más a secas. A veces sólo quiero irme tras de ti, persiguiendo mi instinto, buscando cambio verdadero, caminando distinto, escaparme hasta la constelación más cercana; la suerte es mi Oxígeno, tus ojos son mi ventana.
¡Carajo!, estoy cansado. Yo sé que no lees estas cosas, que estás ocupada lidiando con tu propia cadena en el cuello, sin saber a dónde engancharla, sin saber de quién serás esclava de ocho a seis. Ni siquiera estoy seguro de que realmente entiendas algo; lo único que tienes un buen corazón, y esa es la única razón por la que me estoy quedando. ¡Qué violento es ser tan ignorante!
Espero que no te bajes pronto del metro, rezando para que los Converse no vayan a salir de este vagón. Yo nunca rezo, pero esta noche estoy de rodillas. Tengo las manos atadas. Jugando con metáforas y sabiendo que con las metáforas no se juega, que de una sola puede nacer el amor. Un amor tan Cayetano, niña mía.
Me llamo Horacio, y pienso: necesito morirme siquiera una semana.
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