Qué tal si creamos un árbol
grande y fuerte como roble,
con flores moradas, rojas,
azul pastel y amarillas.
Que sea un manzano
y a la vez un durazno.
Que al caer la lluvia en él,
las gotas que resbalen
entre sus hojas tengan sabor,
unas a cereza y otras a miel.
Que tenga un tronco ancho
y con fragancia a café,
que eche sombra fresca,
que tenga ramas gentiles para columpios,
que cualquiera pueda
subir hasta su copa
y que además su sabia
sea zumo de naranja.
Que su madera se amolde
a la espalda de quien se recarga en él.
Alrededor, pasto
con aroma a limón
y sabor a pera.
Montones pequeños
de ramitas de canela y hierbabuena
serán nidos de cardenales con olor a jamaica.
Que sus raíces sepan a jaca,
la humedad en la tierra a piña colada
y ese polvo que las flores emanan, a fresa.
Qué tal si en otoño crea una alfombra,
una cama para dormir.
Las pequeñas cortezas que suelte,
sean barras de cacao.
Y sus hojas, al volar por los alrededores,
se coloquen en las lenguas
como mentitas.
Qué tal si creamos un árbol así,
que lo podamos ver siempre,
que crezca siempre,
que dure siempre,
que siempre, siempre nos sienta.
O al menos,
qué tal si jugamos a dibujarlo.