A continuación un relato breve de Cecilia Cabrera que indaga en la dualidad recuerdo-olvido.
Olvido
Enia no tenía mucha memoria. Su capacidad de recordar era de un giga, bromeaba ella. Si lo pudiéramos medir, seguro andaría bastante acertada en su cálculo. Tenía un método de olvido. Seleccionaba los recuerdos con el cuidado que algunas madres primerizas ponen en todo lo que se refiere a sus bebés.
Era incapaz de recordar cosas que no le llenaran el corazón o que no le fueran útiles. Por eso le resultaba imposible tener conflictos con la gente, nunca recordaba una ofensa.
Cuando comenzaba a formarse en su mente una evocación incipiente no deseada, la interrumpía repitiendo las tablas de multiplicar, tarareando el Himno Nacional o repitiendo el abecedario de la z a la a.
Con el tiempo se fue perfeccionando, y para lograr generar recuerdos nuevos, debía necesariamente olvidar algo. No tenía más espacio para seguir agregando información. Si quería memorizar una dirección, debía olvidar un nombre o una fecha patria, por ejemplo. Si quería aprender a bailar, debía olvidar cómo manejar un auto.
Sentía curiosidad por aprender cosas nuevas. Pero, como no recordaba lo que había elegido olvidar, a veces volvía a aprender lo que había olvidado el día anterior.
Con tanto entrenamiento, como era de suponer, cada vez sus olvidos eran más grandes. Al punto de que olvidó sus técnicas para olvidar.
Así fue como comenzó a recordar cosas que no deseaba. Pero, como su capacidad de recordar sólo era de un giga, recordaba las mismas cosas siempre. Y nunca más pudo pensar en otros temas.
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La memoria no es una imagen exclusiva de los recuerdos inasibles. También puede referirse a lo corporal.