¡Oh inteligencia, soledad en llamas, / que todo lo concibe sin crearlo!
– José Gorostiza
Se dice que el arte es la forma más acabada de la naturaleza divina del hombre. Cuando se crea se imita a los dioses que amasaran el barro entre sus manos para darle forma al humano y, con un soplo de vida, hicieran que anduviera por sí mismo. Ese soplo de vida es el talento, la herencia del progenitor que hará que la obra ya no le pertenezca a él, sino que se convierta para siempre en un tesoro de lo humano. Curiosamente, cuando uno habla de talento, a lo que se refiere pura y simplemente es a la inteligencia, a la capacidad del entendimiento para asir el conocimiento. Talento que es una aptitud, una disposición natural para realizar algo.
La inteligencia es, pues, la verdadera esencia de la divinidad porque, ¿cuál es el destino de la creación que no ha sido realizada con talento? Para José Gorostiza, la inteligencia es la conciencia capaz de concebir, la conciencia a veces recelosa que mira lo creado, lo admira, se regocija en ello pero se siente condenada. La inteligencia que concibe Gorostiza es el lodo, la esencia humana, la substancia que se duele porque percibe y comprende, un amor dislocado en miles de emociones, un amor divino que enferma y lleva al llanto porque, visionarios, no se es capaz de separarse de la tierra para abrigar la eternidad. La inteligencia lleva a comprender que se está atado a la materia, a la podredumbre y a la muerte. Fáustica, la obra de Gorostiza se revela como un “amoroso temor de la materia”, como un egoísmo que lleva a la autocontemplación y en ésta a la resignificación.
La obra de Gorostiza es breve, acabada y perfecta. Pero no por ello menos profunda. Su vastedad y su amplitud no requieren de una amplia colección de obras. Muerte sin fin [1], poema extenso en el que el escritor explora temas como la existencia, la trascendencia y lo humano frente a lo divino —asuntos tan comunes a poemas como Altazor o El primer Fausto, Todavía más allá del otro océano, de Huidoboro y Pessoa—, es una ceremonia iniciática de reconocimiento; un viaje existencial que lleva a descubrir en la palabra, en su poder purificador, la esencia de lo humano: la inteligencia.
Gorostiza, como un iniciado, hace comprender que la muerte no cesa, no acaba porque se nace permanentemente en la interpretación, en cada ejercicio de autorreconocimiento que es la revelación de una obra, con todos sus significados. El vaso, la forma que se posee, es simplemente la envoltura, la cáscara material que hay que trascender para lograr la eternidad. Y es a través de la comprensión, del análisis, de la crítica hacia la forma, como se puede hallar la verdadera esencia. Inteligencia, creación y comunicación se unen en una obra que es una revelación.
Y hablando de talento e inteligencia, ¿a quién realmente pertenece el talento creativo? El artista, poseedor de ese talento, no es más que el heraldo; Hermes quien viene al mundo a dar al hombre los mensajes de lo divino, quien viene a recrear frente a sus ojos la capacidad divina de la creación, una capacidad que es también suya, porque no puede estar escindida la creación de lo creado aun cuando lo creado ya no pertenezca a su autor.
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Por eso, la creación es ante todo un acto de comunicación, ¿y qué es la comunicación sino un acto de significación? En ese proceso de significación, revela Gorostiza, está la esencia misma de lo divino, de lo que es capaz de crear lleno de un “angélico egoísmo que se escapa / como un grito de júbilo sobre la muerte” [2].
¡Mas qué vaso —también— más providente!
Tal vez esta oquedad que nos estrecha
en islas de monólogos sin eco,
aunque se llama Dios,
no sea sino un vaso
que nos amolda el alma perdediza,
pero que acaso el alama sólo advierte
en una transparencia acumulada
que tiñe la noción de Él, de azul […] [3]
[1] Gorostiza, José. Muerte sin fin y otros poemas. México: Seix Barral. 2002.
[2] Op cit. Nota 1. Pág, 122.
[3] Op cit. Nota 1. Pág 113.