Era temprano, muy temprano, tanto que no tenía ni ánimos para matar a nadie -cosa difícil en mí- de pronto, una puerta se abrió, una puerta simple pero a la vez hermosa. Tras ella se dibujaba un camino oscuro pero claro, sin alguna neblina, sólo oscuridad. Parecía un pasadizo al mismísimo averno; es más, parecía la misma entrada al lugar donde Satán maquinaba sus fiestas más macabras al son del baile de los muertos. Era como el mismo Hades, el Inframundo, el propio Infierno. Si hubiese sido más cuerdo, no me habría atrevido a pasar por aquella puerta, pero no lo soy, por tanto: empecé a caminar.
Cada paso que daba me parecía un ejercicio tremendo, me pesaban las piernas, notaba cómo mis gemelos se contraían, cómo mis cuádriceps se tensaban, cómo el metatarso impactaba en el suelo y cómo esas vibraciones se transmitían por mi médula espinal, recorriendo todo mi cuerpo y disipándose en él. Tras unos pasos, conseguí llegar a la puerta y sin dudarlo la atravesé.
En ese momento confirmé que aquello era horrendo, con un olor nauseabundo, putrefacto, una oscuridad casi abisal. Comprendí que acababa de entrar en mi mente, en mi yo más profundo.