“La verdadera sabiduría no consiste en presumir estar loco. El hombre sabio jamás presume: duda a menudo y cuestiona su propio juicio. El hombre ignorante es obstinado y necio. El necio nunca dudará de su juicio y cree que lo sabe todo sobre todas las cosas, ignorando sobre todo lo más importante: su propia ignorancia”.
(AKHENATON)
1.
Conocimos a Josecito en la década de los noventa, cuando realizábamos nuestro servicio social en el Antiguo Hospital Civil, en los departamentos de Psiquiatría y Neuropsicología. Por ahí del año 1997. En aquel entonces ambos teníamos la misma edad: 21 años casi cumplidos. En su tiempo, fue el primer paciente esquizofrénico grave con quien tuvimos contacto.
A Josecito lo llevaba su mamá cada quincena a su consulta con el Dr. A. Con quien ambos tenían, al parecer, una relación de mucha confianza.
José siempre llegaba cogiendo a su mamá por el brazo, caminando juntos muy despacito porque la señora, Doña Brígida, tenía problemas de artritis y había sufrido un accidente vascular cerebral que casi le paralizó el brazo y la pierna un par de años atrás. También Josecito caminaba lento, tanto por los efectos secundarios de los medicamentos controlados que debía tomar, y por su carácter tranquilo, paciente, amable y observador.
Josecito era demasiado generoso, jovial e inocente, muy fácilmente le salía la plática con cualquiera y comenzaba a conversar largo y tendido. Le gustaban mucho (y aún le encantan) los animales: los perros, los gatos, las tortugas, los pollos, los pericos, los patos y los insectos. Los quería mucho. Y desde siempre este fue su principal tema de conversación.
Al parecer, la dura enfermedad, que se le manifestó desde los 12 años, lejos de destruir por completo su ser, como ocurre en muchos casos de trastornos neurológicos y mentales severos, lo había ayudado a preservar su inocencia y luminosidad intacta desde niño hasta su edad adulta.
En muchas ocasiones en que los contemplamos asistir a sus consultas los viernes de cada quincena a las seis de la tarde, también iban acompañados de su perra Tita, una chihuahua color marrón a la que casi siempre llevaban metida en una bolsa de mano con una cobijita. En aquel entonces, Tita ya era una anciana, igual que doña Brígida: tenía ocho años pero era muy bien portada: jamás le ladraba a los médicos ni a las enfermeras y siempre se quedaba quieta en la bolsa de mano donde la cargaba José. Observándolo todo con mucho detenimiento y sin nada de malicia, del mismo modo que su joven amo.
A pesar de sus achaques y dolencias, doña Brígida aún era muy activa y productiva. Vendía comida por las noches: tortas, pasteles, tostadas, gorditas, plátanos fritos, botanas y bebidas en un puesto ambulante. Y Josecito era su más fiel y férreo ayudante. Ambos eran trabajadorcísimos. Vendían todas las noches por las calles sus apetitosos productos culinarios, y caminaban juntos diariamente a lo largo de muchas calles de varias colonias de la ciudad, empujando su carrito de mano en el que ofrecían suculentos productos y sabrosuras, los cuales, me consta, eran bastante deliciosos. Pues la señora era una experimentada cocinera.
Cuando los conocimos, doña Brígida ya tenía más de ochenta años. Nos conmovía mucho que siendo una mujer tan mayor, toda una flamante longeva, no hubiera tenido la posibilidad de acceder a una pensión en lugar de continuar caminando interminables calles por las noches y trabajar muchas horas a diario. Pudiendo jubilarse y descansar como se lo merecía, tras tantos años de cuidar a seis hijos y diez nietos, manteniéndolos y sacándolos adelante casi a todos con las ganancias de su modesto negocio.
2.
Doña Brígida no tardó en volver a sufrir otro ataque vascular y esta vez resultó definitivo. Murió tras unos días de un paro respiratorio en una de las salas del mismo hospital.
Los hermanos de José no sólo lo echaron a la calle de inmediato, pues la señora no dejó ningún testamento a nombre del muchacho, sino que también lo despojaron de un carrito en el que vendía comida, impidiéndole trabajar y generar ingresos para subsistir.
Sus hermanos vendieron la casa, el carro de mano y los utensilios de cocina con los cuales él laboraba.
Para echarlo a la calle lo amenazaron de muerte, diciéndole que lo molerían a palos o lo agarrarían a machetazos si no se iba de inmediato. El muchacho apenas tuvo tiempo de coger un abrigo, una cobija y la bolsa con la fiel Tita adentro y salió corriendo para escapar de las agresiones de sus familiares.
Completamente solo, sin algún tipo de contacto, conexión familiar ni social, y sólo acompañado por su perra, Josecito regresó al Hospital Civil en busca del Dr. A., con quien contaba como único amigo.
Durante un tiempo el Dr. A. le proporcionaba algún dinero y le facilitaba la entrada al comedor de los empleados del hospital para que pudiera almorzar y cenar. Pero el Dr. A. también era un anciano, y no tardó en caer enfermo de cáncer y ser retirado del servicio.
Josecito se refugiaba en las cercanías del hospital, donde recibía la ayuda de los comerciantes, quienes lo conocían de años. Le facilitaban comida, ropa, cobijas para él y Tita. A cambio él les ayudaba a barrer la banqueta, regaba los jardines y tiraba la basura. Dormía en los parques cercanos al Hospital, en la entrada de las iglesias con su perra. Dejó de tomar sus medicamentos psiquiátricos, pues no tenía quién cuidara de él ni quién supervisara sus consultas. Sin embargo, no le pasó nada sin ellos, tampoco empeoró su enfermedad. Contrariamente, comenzó a tener más lucidez y a sentir sus ideas más claras cada día, probablemente, como él mismo nos contara después, la medicina controlada entorpecía su mente y aletargaba su organismo.
Sin medicamentos, su cuerpo se sintió cada vez más fuerte con el paso de los meses. Sus pensamientos estaban más aclarados: por primera vez las voces interiores que lo acosaran durante décadas resultaron menos amenazantes, aunque jamás se fueron del todo. Dentro de su inocencia, contando sólo con su intuición, pues sólo asistió hasta segundo de primaria, logró concluir que los tratamientos médicos, más que ayudarlo, lo perjudicaban.
Ciertamente Josecito sufrió mucho, sobre todo los primeros años de su vida en las calles. En una ocasión un grupo de hombres lo subió a la fuerza a un automóvil durante la madrugada, mientras dormía. Según nos relatara después, con sus palabras, al parecer lo violaron y luego lo arrojaron a la calle de nuevo. También su perra Tita falleció, pues ya era una ancianita.
Empero, Josecito no tardó en sobreponerse a todas las agresiones de los hombres, incluyendo las de su familia. Comenzó a recoger cartón y latas de aluminio para venderlos, alguien le obsequió otro carrito de mano y no tardó en transformarse en todo un experto reciclador de aluminio, cartón, cobre y otras cosas.
Lo hemos encontrado varias veces a lo largo de los años y siempre es grato saludarlo y descubrir que cada vez tiene nuevas mascotas. Las que, al parecer, son sus mejores amigas, mucho más fieles y nobles que los hombres.
Hace un par de días lo vimos de nuevo, a la salida de una estación del Tren Ligero, atando con gran habilidad una torre de cajas de cartón con una cuerda sobre su carrito de mano, para poder transportarlo con más facilidad.
Nos sentamos un rato con él. Siempre nos ha sorprendido cómo ni la gravedad de su esquizofrenia, ni las acciones despiadadas de los hombres, han conseguido jamás dañar su inocencia y amabilidad. Continúa siendo el mismo niño sonriente de siempre, conversa con quien se puede y ama sobremanera a los animales.
En esta ocasión lo acompañaba Chato, un perro American Stamford, a quien Josecito encontró herido y atropellado en una gran avenida de las que a diario recorre en sus cacerías de aluminio y materiales de reciclaje. Nos dijo que lo curó y ahora es su mejor amigo. También lo acompañaba Canela, una bella hembra criolla como de un año de edad, color café, quien es su más fiera guardiana. Al parecer ella está embarazada.
Junto a ellos estaba Salchipulpo, un viejo y noble perro salchicha de más de diez años a quien encontró bajo un puente cuando era cachorrito. Salchipulpo llegó a su vida poco después que muriera Tita.
También Peluche, una gatita blanca con manchas negras atigradas, quien ya tiene cerca de cinco años a su lado, ella viaja todo el tiempo sobre el carrito de mano. Ya la habíamos visto en dos ocasiones pasadas, junto a Salchipulpo, cuando encontráramos por casualidad a José por la calle.
“Josecito”, así lo llamaba cariñosamente doña Brígida. Ahora es todo un cazador de materiales de reciclaje, se encuentra delgado pero muy fuerte y sonriente. En esta ocasión compartía seis tacos de carne asada con sus mascotas. Con sus manos acercaba los bocados de carne y tortilla y se los daba en el hocico a los perros y a la gatita.
Le regalamos veinte pesos, pues tampoco traíamos mucho dinero. Nos despedimos deseándole lo mejor y lo vimos alejarse rumbo a una fábrica, donde Josecito esperaba encontrar muchos más kilos de cartón y latas en la parte donde arrojan sus desperdicios. Se perdió lentamente por una gran avenida, empujando su carrito, mientras la cola de Peluche, la gata, brillaba blanquecina, erguida al medio día. Su fieles perros se fueron caminando tras de él, muy pegaditos y sin perder a José.