Los literatos y poetas que nacieron con el siglo XX forjaron su producción artística al calor de un frenético escenario mundial, sin precedentes en la historia. En los primeros quince años, la Gran Guerra estalló seguida de un hecho aún más decisivo: la Revolución de octubre de 1917 marcó el camino que habría de seguir la turbulenta época de la cual somos producto.
La invención del proletariado como clase políticamente identificada y el parteaguas del triunfo de la Revolución Rusa inspiraron los más grandes ideales de justicia y transformación social, materializados en conflictos de naturaleza distinta hasta los entonces conocidos, transformando la política, el arte y la forma de comprender el mundo y la vida en general.
Los anhelos de un cambio radical coincidieron con el espíritu bohemio y romántico que se guarda en la esencia de la literatura. Las estructuras de la sociedad se tambaleaban mientras los hombres tomaban consciencia del poder que ostentan para transformar el presente. Ante tal escenario, poetas y literatos no tuvieron más opción que decantarse entre uno u otro bando: se trataba de elegir entre formar parte de su tiempo y aportar desde la trinchera de la producción artística, o negar el momento histórico y encerrar al arte en un espacio purista, lejos de la realidad que -más que nunca- se antojaba maleable, capaz de tomar forma de cualquier cosa, incluso de la más lejana utopía.
La Guerra Civil Española y la Revolución Cubana forjaron el nexo que unió -al menos en América Latina- literatura, poesía y revolución. El tema pareció cobrar relevancia en la producción literaria (directa o indirectamente) de cada uno de los escritores de la época por más apolíticos que se declararan y ante el sorpresivo triunfo de un movimiento endémico de la región, lleno de épica y ambición, escritores de todo el globo establecieron una postura hacia Fidel Castro, el líder más visible de la Revolución cubana:
Pablo Neruda, el poeta más importante del siglo XX en habla hispana, comunista declarado y precandidato por la Unidad Popular a la presidencia de Chile, compartió una profunda amistad con Castro que al final de su vida terminó por romperse. El autor de “Canto General” (1950) conoció a Fidel en Caracas en enero 1959 y el invierno siguiente viajó a La Habana para presentar su “Canción de gesta” (1960) dedicada a Cuba y su revolución.
Seis años más tarde, Neruda aceptó una invitación de la asociación mundial de escritores PEN Club para formar parte del grupo estadounidense. La acción derivó en hostilidad por parte de Castro, que lo tomó como una afrenta y durante los diez años siguientes antes del fallecimiento de Neruda, ambas partes no tuvieron comunicación.
Sin duda, la relación más cercana entre un hombre de letras y Fidel Castro fue la que sostuvo con Gabriel García Márquez. El autor de “Cien años de soledad” (1967) visitaba la isla con frecuencia desde su primera reunión con el líder cubano, en 1959. Ambos sentían una gran admiración mutua y no dudaban en deshacerse en elogios cuando la prensa preguntaba por su relación.
La amistad entre el Nobel y Castro era tal, que el primero compartía los manuscritos de sus libros con el segundo antes de publicarlos para conocer su opinión y afirmaba que Fidel era un “lector excepcional, con una increíble capacidad de concentración y cuidado a cada página, capaz de encontrar rápidamente contradicciones de una página a la otra”. La afinidad entre el colombiano y el líder socialista levantó la sospecha de los Estados Unidos y “Gabo” fue espiado por el FBI durante más de 24 años, además del veto para entrar a ese país, mismo que levantó Clinton después de reconocer que se trataba de su autor favorito.
Una relación más discreta tuvo Castro con Ernest Hemingway, que encontró en la paradisiaca isla un sitio idóneo para dedicarse a sus mayores pasiones: la pesca, el alcohol y las letras. El autor de “For Whom the Bell Tolls” (1940) vivió durante la década de los cuarenta y volvió de forma intermitente durante al menos otros diez años a La Habana.
Contrario a la creencia popular y la historia que se vende a los turistas, Castro y Hemingway apenas se conocieron y charlaron una sola vez en público, en mayo de 1960 en el marco del torneo de pesca que ahora lleva su nombre. En realidad, el gobierno cubano y el escritor estadounidense nunca tuvieron una relación estrecha. Las únicas declaraciones al respecto fueron las del Nobel de Literatura para el New York Times, cuando afirmó estar “encantado” con el derrocamiento de Batista.
Otros tantos autores simpatizaron abiertamente con el gobierno de Fidel Castro y visitaron brevemente la isla: es el caso de la brillante filósofa y feminista Simone de Beauvoir y su compañero Jean-Paul Sartre, que fueron recibidos por Ernesto Guevara y definieron a Fidel como “un buen amigo”. Ambos intelectuales estudiaron a fondo el caso de Cuba y llegaron a definir que en Europa “no había nada parecido con el régimen de Castro”, por cuanto significaba una “democracia directa” y lo compararon con la plutocracia que -aseguraba Beauvoir-, existía en los Estados Unidos.
Al margen de estas relaciones, Castro también se enemistó con un amplio horizonte del mundo de las letras, especialmente después de la detención y el encarcelamiento del literato cubano Heberto Padilla. Julio Cortázar, que alguna vez apoyó al régimen manifestó su decepción, lo mismo que Eduardo Galeano. En el otro extremo, Octavio Paz y Mario Vargas Llosa cargaron continuamente contra Fidel Castro, especialmente el peruano, crítico con el gobierno emanado de la Revolución después de ubicarse políticamente a la derecha y fracasar en la carrera electoral por su país en 1990.
[Conoce más sobre la disputa entre dos monstruos de la poesía latinoamericana en “La diferencia ideológica entre Octavio Paz y Pablo Neruda que terminó a golpes”]
Más allá de sus afinidades intelectuales y políticas, el legado de Fidel en la historia del siglo XX es incontestable. Encabezó un régimen con tantos errores como la incapacidad innata para sembrar la semilla de la Revolución en las generaciones venideras y lidió con el bloqueo estadounidense por más de cincuenta años, sembrando polémica, admiración y odio por igual en un debate que parece infinito y cuyas conclusiones están íntimamente relacionadas con conceptos tan profundos como la libertad, la justicia y la organización social; sin embargo, los datos –para los amantes de las cifras oficiales– están en el papel: en la isla apenas existe el desempleo y la desnutrición, el analfabetismo fue erradicado. Los indicadores de salud y esperanza de vida muy por encima de los demás países latinoamericanos y mejores que los de Estados Unidos, hablan por sí solos.