Con el fallecimiento del (anti)poeta chileno Nicanor Parra (1914-2018), los artículos in memoriam afloran como pétalos en primavera. Son abundantes aquellos que repasan su vida, su obra y la transcendencia de la misma, su faceta como profesor o, incluso, la relación con su hermana, Violeta Parra. Las siguientes palabras, no obstante, están dedicadas a la estrecha complicidad y mutua admiración entre el propio Nicanor Parra y el también chileno y conocido escritor Roberto Bolaño (1953-2003), conocido por obras como Los detectives salvajes (1998) y 2666 (2004), o por ser, a ojos de muchos, el último maldito de las letras latinoamericanas.
Cabe señalar que los puntos en común entre ambos eran más bien escasos. Ambos eran chilenos y escritores, sí, pero pertenecían a generaciones muy distintas. Parra tuvo que combatir la exclusión a la que lo sometieron los vanguardistas chilenos en los 30, y sus poemas fueron tan cambiantes y originales como las dudas e ideas que le recorrían la cabeza. Bolaño, por su parte, abandonó el país muy joven y su estilo se caracteriza por un romanticismo abnegado, acompañado por la desazón y la visceralidad cotidiana. Además, cuando Parra conoció a Bolaño ya era un poeta encumbrado, mientras que el segundo recién acariciaba el reconocimiento literario. Así pues, la amistad que surgió entre tantas diferencias no pudo ser sino resultado de la admiración y el afecto.
El primer encuentro entre ambos tuvo lugar en 1998. Bolaño regresaba a Chile por primera vez tras 25 años de exilio como jurado de la publicación literaria Paula. Lo acompañaban su mujer, Carolina López —actual albacea de su obra literaria—, y sus dos hijos, Lautaro y Alexandra. Hacía tantos años que Bolaño había cambiado Chile por México —y después España—, que la tensión contenida por la prolongada ausencia hacía que «él sujetara mentalmente las alas del avión», según dejó escrito. De aquel viaje, Bolaño regresó con un cúmulo de sentimientos encontrados y contradictorios hacía el país que lo vio nacer, reflejados en la crónica Fundamentos de un regreso a un país natal; pero también con la satisfacción de haberse encontrado con Parra en la casa de éste, en el balneario de Las Cruces, a orillas del Pacífico.
La mencionada crónica, de hecho, termina con Bolaño en la puerta de la casa de Parra, que entonces ya contaba con 85 años, y las siguientes palabras:
«Le doy las gracias por todo. Por el libro que me acaba de entregar, y que no le digo que lo tengo. Por la comida, por las horas tan agradables que he pasado con él y con Marcial [un amigo de Bolaño]. Y nos decimos hasta luego, aunque sabemos que no es hasta luego. Y luego lo mejor es irse cagando leches. Lo mejor es buscar una salida del pozo asimétrico y salir disparados y en silencio, mientras los pasos de Nicanor resuenan pasillo arriba y pasillo abajo».
«Creo que, como suele ocurrir con los grandes talentos, Parra y Bolaño se reconocieron, de algún modo, a primera vista. Y Bolaño, que ya admiraba a Parra de mucho antes, lo colocó a partir de entonces en el centro de su santoral privado», declaró el crítico, editor, y amigo de ambos, Ignacio Echevarría, a la revista literaria Ñ. Ciertamente, las palabras de quien fuera el editor de parte de la obra póstuma de Bolaño y de las obras completas de Parra nos sirven de guía para trazar los contornos de esta singular amistad. Recordaba Echevarría, por ejemplo, que con motivo de su primera visita a Chile en 1999, le preguntó a Bolaño a quién debía leer. «Nicanor Parra», respondió categóricamente Bolaño. «¿Y qué más?», insistió el crítico. «Nicanor Parra», sentenció con sorna el escritor.
Ese mismo año fue testigo del segundo encuentro de Bolaño y Parra, lo que no se volvería a repetir hasta 2001, durante la última visita a España de Parra. El anciano —pero todavía muy combativo— poeta visitó Madrid para inaugurar la exposición Artefactos visuales, organizada por la Fundación Telefónica en su honor. A raíz de esta visita, Bolaño escribió un artículo titulado “Ocho segundos de Nicanor Parra”, el cual fácilmente se puede considerar un vademécum de la admiración de Bolaño hacia Parra. «Ni siquiera los seguidores de Parra han podido con Parra», dejó escrito Bolaño entonces.
Irónicamente —y tristemente, también—, así ocurrió con Bolaño. En 2003, luego de una enfermedad hepática, el autor de Los detectives salvajes y obras líricas como Los perros románticos falleció en Barcelona a la edad de 50 años. Unos meses después de su muerte, con motivo de la Feria Internacional del Libro de Santiago, Parra ideó y allí exhibió uno de sus artefactos. El montaje consistía en una revista ilustrada en sus páginas centrales con dos fotos de Bolaño, sostenida por sendas pinzas de ropa, colgada de una cuerda. Debajo de la misma, en una cartulina, podía leerse: “Le debemos un hígado a Bolaño”. Más allá de cualquier declaración o entrevista, la obra refleja por sí sola el valor de la amistad que unió a ambos escritores.
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