Enrique Ocampo, autor del libro de relatos Salto de fe, es el escritor del texto que se comparte a continuación. Como él lo expone, es un enfoque experimental de su poética, que sirve para representar acertadamente los cambios de emociones, pensamientos e incluso de la forma de hablar (escribir) conforme el personaje va adentrándose en el fulgor etílico que describe, transfigurado por su intermediario (el autor), quien decidió tomar también en la vida real los tragos que van en cada encabezado. Conforme avanza el texto, se presentan errores tipográficos para expresar mejor el sentido de lo descrito.
La balada de los buenos borrachos
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No te recuerdo y sin embargo te quiero. Una peligrosa rubia de bote perfuma la juventud de la noche en el relicario de su escote; en el cabo de poca esperanza de los malditos condenados a la facilidad impactante de la noche de bodas eterna, con una novia diferente en lunas distintas con mieles que van y vienen, me agito con ella. Y yo, que nunca tuve más religión que un cuerpo de mujer, me juego la boca; al fin y al cabo, yo también sé besar. Naufrago en el país donde los sabios se retiran del agravio de buscar labios que sacan de quicio: el nunca jamás del amor: el Montparnasse sin gabachos: el Río de la Plata entre las patas de la Cholula argentina que me tatuó con tinta china que no hay nada mejor que el sol: el Comala a donde nunca debieras tratar de volver: al cielo de tu boca el purgatorio: al dormitorio el pan de cada día: el olvido del querer
Entre el próximo trago y el último bar, el fantasma Melancolía, con nombre de mujer como la libertad y la soledad, me viene a visitar. El bourbon coge el teléfono y le grita a tu recuerdo que, al filo de la madrugada, los buenos borrachos nos acordamos de adorar.
Me muero por volver con la frente marchita a tus caderas más anchas que el universo. Y cuando a medianoche encargo un buen champán francés, siempre es contigo, amor, aunque sueñes con todos cuando duermes conmigo. Aunque te hayas ido antes de las vísperas del después, aunque te hayas perdido en el trajín de la gran vía.
1 whisky
Sabina se quedó donde habita el olvido, y ahora que tu voz se me cuela por el cráneo como un martillo de realidad y de insistente cuestionamiento, se me quiebra la voz. En el silencio de tus brazos, mi mente se vuela y divaga:
Quiero que quieras quererme como quieren a un buen quiasmo los que quieren querer, pero el río que decide ser río para siempre, no se evapora hacia las nubes ni con todo el tiempo y el sol de la historia. No quiero escribir esta historia, quiero que el whisky sea perenne y tu recuerdo pasajero, quiero tirarme en la mediocridad de no hacer nada y que la música se encargue de la vida. Quiero que el teléfono se muera y que tu respirar con sabor a signo de interrogación molesto no se sepa la hora, quiero no tener que explicarle más al silencio por qué te quiero. Quiero que todavía estemos a tiempo de construir una utopía que nos permita compartir la tierra, pero García Márquez está cada vez más lejano y nuestro país de siempre jamás es uno donde tú eres otra. ¿Qué quieres tú?
“¿Qué quieres tú?”, mis labios dejan escapar. Tu mirada asqueada e indiferente me penetra desde cien países de distancia y veo cómo tus pupilas se encienden mientras me preguntas, “¿qué quiero de qué?”.
Qué quieres de qué. Jajá. Qué quieres de qué. Quiero saber qué quieres de todo, que quieres de la vida, qué quieres del amor, qué quieres de la poesía, de los árboles helándose en medio del bosque, de la música que se muere poco a poco, de las baladas desesperadas de más de medianoche, de las paredes de ninguna parte, del whisky, de los cigarros de gasolinera, de los animales confundidos, de los autos frenéticos viajando por la autopista de la sinrazón, de las luces centelleantes de la pasión mía o de cualquier otro, de las llamadas de la madrugada, de las rosas rojas que se mueven en el jardín cuando nadie las ve, de las fotografías raídas de los tiempos mejores que son en realidad los barcos del olvido del recuerdo de lo que la vida y el amor solía o podría ser, de los ojos que se incendian cada vez que los dados del azar sueltan por casualidad las letras que forman tu nombre en el tranvía de la rutina, de las olas que nacen para morir en las arenas del tiempo, de los grillos que acechan la calle melancolía en el maldito barrio del bloqueo del escritor y del cantante; maldita sea, qué quieres de mí. Qué quieres de mí. Qué. Quieres. De. Mí.
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Como una canción en La, se me entierra toda la melancolía del universo entre los dedos y la garganta y te respondo, con dolor desgarrador y penumbra sicalíptica.
Te extraño como se extraña al hermano que se fue a la guerra de todos contra nadie. Te extraño como el general a su cuartel, como el teniente a su tropa, como el soldado a su esposa y como el poeta a las metáforas de guerra.
Me seco una lágrima que me parte en dos el orgullo con la manga de una camisa que huele a soledad y tristeza, y me muero en palabras.
¿Quién necesita algo nuevo bajon el sol cuando tu alma ya ha iluminado mis penurias? ¿Quién necesita saber que la luna sigue ahí, noche tras noche, cuando las nubes me recuerdan que, a veces, el río sí se eleva al cielo?
¿Quién necesita la poesía cuando los versos más tristes de todas las noches llevan todos tu rima en la métrica?
Yo te quise. Te tuve entre mis brazos. Te besé infinitas veces en tantas noches como esta y como todas y como ninguna. Sé que te perdí. El pasto ahogado de rocío llora cuando ve que todavía, a lo lejos, alguien le canta al amor. La noche que hace blanquear os mismos árboles no puede ser noche ni blanca ni bosque, porque eres de otro, de otro, de otro. Tu voz, tu cuerpo claro, tus ojos más infinitos que la poesía de madrugada, porque es tan corto el amor y tan largo el olvido. Este no es ni será el último dolor que me causas, ni estos los últimos versos que te escribo.
Me detengo para sollozar, entre un trago de whisky y uno de amargura, cantando como un lobo o como un perro a la nostalgia de tu lejanía y espero tu respuesta. Tu silencio me dice que no hay en esta vida nada más caro que ser valiente y, revisando la chequera de mi alma, extiendo hipócritamente un cheque sin fondos a nombre del amor, y continúo.
Si vuelves, me juego la vida en enseñarte de qué se trata la visda. Si vuelves, me ahogo en el puerto solitario de las noches más frías y amargas, para que nunca tengas que naufragar, como yo, en los puertos del amor. Porque todo en ti fue naufragio y, aún así, Neruda me enseñó que ninguna balada de amor se salva de ser desesperada. Y, en el mar de tus caricias, me ahogo con una sonrisa en el alma y una bengala de esperanza encendida en la proa de mi ensoñación.
Llevo ya toda la vida suponiéndodte en los días que me faltan tal cual si pudiera verlos como son. Esta unión de hiel y miel y dulce y sal que me sujetó me deleita más incluso que escucharme inventarte en mi prisión. No me hagas nucna notar que este encuentro no me sucedió jamás. Amanezco más días que noches, pero menos días que madrugadas, para tu aliento muchas, muchas, muchas más veces de las que hubiera confesado ayer que el whisky no me acompañaba y el olvido era el capitán de mi bergantín.
Qué dulce es el mar. Qué salado es el amar. Qué místico e inexplicable e inmerecido e injusto y maldito poder tiene sobre mí el faro de tus mejillas, que me atrae como a un moribundo de escorbuto viendo la isla de la fruta del dragón. Entre pairos y derivas por los mares de mi vida siempre, siempre, siempre me veo bogando a ti.
La espada del “sabes que estoy con alguien más, sabes que ya no te quiero, sabes que te he olvidado” hunde mi embarcación en el infinito océano de la podredumbre romántica.
3 whiskies
Le doy una calada imposible al cigarro que me quema los dedos y mi nostalgia se desvanece en espirales y se revuelve en nada, como la vida de los sueños.
“¿Quién eres tú para adueñarte de mis desvaríos de madrugada? ¿Qué has hecho para ganarte una rima sola en el poema de mi esperanza?”
No entiendo ya por qué mi voz y mi aliento te buscan en las horas más ocsuras del alma, no entiendo por qué nos tocó coincidir entre tantos siglos, tantos mundo y tanto espacio y me veo a mí mismo, apesadumbrado y marchito con el corazón todavía plapitante pero más moribundo que vivaracho colgando del teléfono y no entiendo ya nada.
¿Qué no era yo el rey de la colina de la poesía? ¿Qué no era yo el mandamás de todo poaís donde alguna vez algo ha sido hermoso? ¿Qué no era yo la fuerza imparable que no conocía un objeto inamovible que parara la valentía y la vibrante y regocijante espada de la esperanza? ¿Qué no era yo la elocuencia con pies que conquistaba la isla de la retórica con tn solo proponérmelo? ¿Qué no era yo el heraldo de todo lo digno y orgulloso de la tierra?
Mi voz resuena juzgándome y escupiéndome en el teléfono desgraciado que juntó al tiempo y el espacio de la ausencia para permitirme desvivirme en Sabina y en García Márquez y en Neruda y en Delgadillo y en todos los poets que vivieron para poner en mi boca las palabrs del amor por el desamor frente a tu frente indiferente y asqueada, y mi ego me impide continuar. Te quier tanto y me odio tanto y me veo, de pronto, reducido a un ser sin manos ni frente ni grandeza que se arrastra frente al recuerdo dudoso de algo que bien puede nunca haber pasado ni nunca haber sido ni nunca haber existido, como se arrastran los gusanos entre las porquerizas buscando cualquier mierda que les permita comprar un día más de existenci miserable entre seres que los odian, que solo viven para aplastarlos y que, en sus ratos de ocio, fantasean sobre un mundo donde no existieran.
Mi propia voz, voz que antes había sido de la verdad y del amor y de la grandeza y de la poesía, se escucha ronca y triste y patética y sabe que mi garganta no es merecedora ya de ser su casa y me abandona y me deja tirado en medio del patio empobrecido de las almas ex soñadoras.
Sin saber ni cómo ni cuándo ni por qué, no puedo entender ya por qué ni cuándo ni cómo te adueñaste de la voz bravía y valiente que habitaba mi pecho y la convertiste en una súplica petimetre y agonizante. No me reconozco y el whisky que se casó ya con mi palma me dice que no tengo por qué reconococerme y que nada vale más la pena que perderse en el pecho de la mujer amadsa cuando la luna brilla en el cielo y las canciones son cada vez más melancólicas, me grita que todo vale la pena y que la elocuencia muere en cuanto el vicio llega a la fiesta y que todos los demás imbéciles beodos que siguen tirándole monedas sentimentales a la prostituta que se contonea con sensualidad y vacío en el centro de la pista no tienen nadie a quien llamar y que, para ellos, el licor no es nada más que un amante traicionero que los abandona cada mañana para acogerlos de nuevo cada noche sin dejarles más que la cruda y putrefacta resaca de no tener a quién amar. Me dice que no hay muerte más sublime que morirse en palabras en el intento de acaparar los oídos de quien alguna vez se ganó a pulso el amor más grande que la tierra ha conocido.
Pero, con asco hacía mí mismo, le recuerdo al whisky que ninguna farra es suficiente como para comprarla con la dignidad y que mi boca escuálida arrastra palabras de amor ni bien recibidas ni bien expresadas ante los oídos de la mujer que ya no es la misma, porque nosotros, los de entonces, nunca volveremos a ser los mismos.
“¿Quién eres tú para que las cavilaciones enfermizas y nada recatadas de mi alma, mi espíritu, mi mente y mi cuerpo giren en torno a tu figura ausente desde hace ya tatno tiempo que apenas si puedo resolver en mi mente nublada la sensación de tus caderas frente a las mías?”
Con la frialdad que debería a estas alturas de la vida ser tu segudno nombre, me respondes, a secas, “no tengo yo por qué contestar eso. Fuiste tú, el whisky, el arrepentimineto o la noche, el que marcó mi número al borde de la medianoche. No te debo nada excepto mi lástima más profunda y mi disgusto más sincero por lo que decidiste hacer con tu espíritu.”
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El whisky se vuelve mi portavoz y yo decido quedarme callado, mientras el grita todo lo que quiero decir. Con su voz aguardientosa y su alma consumida por las decpeciones de miles de batallas, me siento en una esquina, fumando un chigarro y lo escucho blasfemar:
No te mereces ni a la medianoche que ha decidido anidar en tu espitiru rebelde y malcriado, no te mereces ni uno solo de los sonteos que han atotmentado al alma de ningún poeta en ninguno de los tiempos de ninguno de los mundos.
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Me salté sin niguna concesión como los grandes poetas un trago brutal que se fue directamente al alma. En mi mente todavía dan vueltas las palabtas acerca de seguir con mi vida sin tin, se entender como lógicas todas las madrugadas y desvelos carentes de tus labios cálidos y tus brazos taas malditos como querios. Se supone que escriba esta penúltima prosa desde el punto de vista de un pseudoamante altivo que colgó el teléfono son un cuarto de autorrespeto en los bolsillos y un poco de dignidad adherida a la frente, pero en este momento considero imposible conservar lgo que no sea el recuerdo ácido de tu partida en la mente.
Con la sabiduría del etanol exhuando por los poros, cuelgo el teléfono sin ton ni son ni tic ni tac ni ven ni voy y miro a la escoria de amistrades que la vida ha sembrado en mi porvenir con no tanto lástima como entendmimento. Sus miradas perdidas y lujuriososas siguen clavadas en el cuerpo de la mujer que se pavonea sin meido ni recato en el centro de la pista de baile más triste de la historia. Lo único que quieren es un poco de placer sin precio ni remordmimento, lo único que anhelan es atrapar en sus cerebros aunque sea una breve y fútil imagen mental de el cuerpo sudoroso que los seduce a cambio del cambio de una jornada de trabajo duro y mal pagado.
¿Quién puede culpar a los mortles de esperar amor sin espinas?
¿Cómo podría yo juzgar a mis congpeneres degenerados por esperar obtener a cambio de un par de duros sobrantes la reliquia eterna del cuerpon de una rubia hermosa desviviéndose en bailes sicalípticos frente a desconocidos pervertidos y no amdos?
Mienytras la penúltima gota del licor de los dioses o los demonios inflama mi garganta, dejo de compadecerlos y empiezo a entendrlos. Tal vez, y solo tal vez, ellos saben más que yo sobre qué es realmente el amor.
6 whiskoies, dos cervezas y un tequila innecesario
Me servsspi un pusltimo trago de whisky traicioner y revelador y, rompiensdo mi teléfono conra el suelo, conjeturpe, con mpas elocuencis de lo que mi ya ida sobriedsd debrias haberme permitido, que la vida siempre, siempre sigue, como siguena las cosas que nno toene miucho sentido.
Y, entonces, la vida sigsi como siguen las cosas que no tienen mucho sneitdo.
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Las imágenes que acompañan al texto fueron tomadas por Charles Percy Pickering, en el siglo XIX, y componen una serie sobre las cinco etapas de la embriaguez.
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