Ocurrió en Buenos Aires. En los tiempos de la dictadura. Él la invitó a bailar. Escucharon todos los tangos de Gardel. Hablaron sin cesar hasta que la lengua (siempre impertinente) por pura curiosidad, preguntó: ¿Quién eres? Y ella con insidioso agravio pintoresco respondió:
Soy el insulto que profesas con tu boca, soy todos los muros de Jerusalén, todos los escudos de David, soy el siniestro gemido que escuchas al amanecer, soy la mano que señala y el verdugo que castiga, soy la pasión que devora, soy el crucifijo de tu dolor que cuelga sobre tu pecho, soy la alabanza, la hermosa mascara con túnicas de seda, soy la noche intemporal, soy la sombra que te persigue, soy el horror disfrazado de discurso, soy el titiritero que manipula, soy el símbolo de la fe, soy el éxodo, soy la espada, soy la cruz. Soy el juramento que justifica todos tus muertos y la que emplea a los sepultureros. Soy la idea difusa que ronda en amargos monasterios.
Soy el vasto laberinto que te conlleva a la última morada, soy el péndulo que oscila a la tragedia, soy todas las reglas que rompes, soy el extraño rostro desconocido que recorre tus más íntimos pensamientos, soy el puño que recibes, soy todos los restos de la memoria humana, soy la concisión a la oscuridad.
Soy todos los mortales santos a quien le rezas. Soy el sueño atroz de tu desdicha. Soy todas esas campanadas que anuncian tu deceso. Soy la podredumbre de la civilización y la exquisita elevación de la sociedad, soy la marcha fúnebre de tus encrucijadas.
Tomó dos copas más de vino y replicó: ¡Bienvenida seas, te recibo como una amiga más! Bajaron borrachos hasta el sepulcro. Nunca hubo un muerto más feliz.
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