Una casa abandonada, en la colonia Cubitos, aloja a una bruja malvada, se alimenta de los niños perdidos y sacia su sexualidad con novios que luego convierte en esclavos que va descerebrando poco a poco (hasta convertirlos en sus guardias-lobo).
Allan Medina jugaba fútbol todos los días, jugaba de centro delantero y muchos goles metía. Era el dios de la cancha, el futbol rápido y la cascarita. Hasta que un día fue maldecido de por vida por su exnovia.
Berenice.
Ese día despertó emocionado, era el día de la final y ya tenía todo su equipo listo y preparado. Uniforme, balón y zapatos. Listo para el juego del sábado. Entonces sonó el teléfono y sintió que todo el mundo se le venía abajo.
—Hola, Berenice.
Allan le preguntó qué quería, pues ningún trato con ella deseaba, sólo alejarse de sus extraños vicios, rituales y dramas. Fumaba opio por las mañanas, le gustaba el sexo salvaje por toda la casa y bebía sangre de sus dedos cortados y le pintaba la espalda. “Omaet, omaet, omaet, seis, seis, seis…”, decía cantando mientras ponía sus ojos en blanco. Luego bailaba en la calle, alzando los brazos como intentando alcanzar las nubes, los rayos y la mágica penumbra de ambos. Regresaba excitada para reiniciar el proceso del orgasmo, corría desnuda por los pasillos y cuartos, y bebía tequila blanco poniendo el volumen de la música de Wagner en todo lo alto. Se masturbaba escuchándolo. Pero eso no le bastaba, regresaba al cuarto deseando saciar su sed sexual con su ser amado. Sin embargo, Allan no siempre quería —o podía— y eso era el inicio de conflictos, discusiones y trágicas apologías. Está loca la niña. Le pedía que se vieran ese día, Allan se negó pues otros planes tenía. Luego del juego se iría con sus amigos a festejar el campeonato —si ése era el caso.
—¿Adónde? —preguntó Berenice con voz tierna.
—Déjame en paz.
—¡Dime adónde o lo vas a pagar! —advirtió con voz diabólicamente ronca.
—Por favor, Berenice.
—¿Ya no me amas? —preguntó, luego de una pausa, con voz tierna.
Definitivamente está loca.
Allan colgó sin contestar a su pregunta, pero volvió a sonar el teléfono, descolgó, colgó y finalmente descolgó en un santiamén. Suspiró hondo y sonrió otra vez.
—Hoy es el juego más importante de mi vida —sentenció al revés.
Llegó en su auto rojo a la cancha de Futbol 7 que está en el estacionamiento del Walmart, sobre el boulevard Colosio. Al bajarse sintió un calambre, y jamás había sentido un calambre sin jugar. Ahora lo sentía en su pantorrilla derecha, un estiramiento doloroso y petrificante. No podía dar un paso más y tuvo que brincar y cojear para poder a la cancha llegar. Llegó saludando a todos mientras explicaba, a los que se acercaban, que no era nada grave lo que le pasaba.
—Sólo es un tirón —contestaba a todos mientras se cambiaba.
Entró a la cancha disimulando su lesión, comenzó el juego y al dar el primer pase se fracturó, un tronido de pedazos de madera crujiendo en todo su esplendor. El fémur, la rótula y la tibia partidas; no había explicación, sólo el intenso sufrimiento del dolor. ¡No! La ambulancia llegó de inmediato y el hecho en sí mismo a nadie sorprendió, mucho menos importaba quién la llamó, sólo había que atender la emergencia. Sus compañeros de equipo ayudaron a subirlo a la camilla, una mujer paramédico agradeció el gesto y cerró azotando las puertas. La ambulancia arrancó, velozmente se alejó mientras todos en la cancha mantenían su expresión de incredulidad por la lesión.
Dios mío…
Allan quedó inmóvil, como presa ante el depredador, como blanco vulnerable y árbol desnudado y noble. No podía moverse ante la angustia fatal. Frente a él, disfrazada como paramédico, estaba Berenice, sonriéndole con sus labios rojos, dientes blancos, ojos negros y espíritu ralo; mirándolo como demonio, como una de las hijas del mismísimo “Ángel sin trono”, sombra y maldición del cosmos. Allan tragó saliva y confirmó su situación cuando notó que no había ningún conductor, ni una sombra tras el volante.
—Hola, amor mío —dijo ella con cariño—, ¿quieres que te parta la otra pierna o prefieres venir conmigo?
Contigo.
—Y aullarás por los siglos de los siglos.
Amén.