J.D. Salinger subió al cerro de Santa Apolonia al anochecer, esperó que todos se fueran y, sigilosamente, abrió la cerradura de la puerta que lleva a las escaleras del mirador. Observó la ciudad toda la madrugada y al amanecer inició su escalada a la cima de la estatua.
La depresión lo volvía loco, estaba enamorado de Helena y su negra cabellera, su espíritu, investidura y belleza; sin embargo, ella había desaparecido hacía poco. Desapareció una noche en la plaza, como si hubiese sido devorada por la neblina en la madrugada. La depresión lo atormentaba cuando la hipnótica voz, la voz que le decía que ella se encontraba mejor. “Sólo tienes que alcanzarla”, la voz le consolaba.
Llegó hasta la cima y se sentó, miraba el paisaje sobre la cabeza del filósofo del amor que, tres días después del calvario, resucitó.
“El único cristiano que vivió”, fue lo que pensó Juan Diego Salinger, quien nació en 1992.
Se puso de pie y abrió los brazos, recordó a Helena y, resintiendo un leve mareo por el abismo, resbaló un poco y, por poco, casi cae desde lo alto.
Helena Zanetti, estudiante de tercer año en la carrera de Artes Visuales, lo conoció en la inauguración de una exposición en el Cuartel del Arte. De inmediato surgió entre ellos una fuerte atracción y comenzó su relación.
La gente lo miraba estirando el cuello hacia atrás y tapándose el sol con la mano, no podían creer lo que estaba pasando, mucho menos que fuera algo serio o dramático. Algunos pensaban que era un show mediático y otros el espectáculo de algún circo foráneo.
Todo iba muy bien hasta que una madrugada, cuando salía de una fiesta y regresaba sola a su casa, Helena cambió de la noche a la mañana. Los siguientes días se notaba extraña, excitada y dopada, como si con otro ser estuviese compenetrada. Hasta que la medianoche de un martes desapareció en la plaza Juárez.
Suspiró extrañándola. Se lamentaba, y reprochaba, no haberla acompañado esa madrugada y las anteriores madrugadas a la plaza.
Helena despareció y nunca más volvió, aunque había quienes juraban haberla visto por las noches en las calles del centro, cubierta por mística neblina y cerca del mercado del centro. Sin embargo, se había ido para siempre y por siempre de esta vida.
Finalmente, luego de resignarse del corazón, decidió dar el paso al vacío para finiquitar su dolor. Saltó.
Atravesó los aires a una velocidad cada vez mayor hacia el suelo que, inevitablemente, detendría su viaje de dolor.
“Adiós”, escuchó que le dijo Cristo Rey cuando voló.
Y la trascendencia tocó.
La gente no podía creer lo que veía a distancia, entre las nubes Juan Diego volaba, planeando por los aires como un ángel, como un ave, como espíritu libre rebelándose por la mañana. Se elevó paulatinamente en el horizonte y se perdió en su ascenso a la estratósfera, el camino hacia las estrellas, una cordillera flotante color plateada y cubierta de galácticas esferas.
Entonces se unió a Helena en el mundo platónico de las Ideas… Al menos eso fue lo que creyó, y sintió, instantes antes de que contra el suelo se estrellase.
“Ya es una vampiresa”, fue la voz que trajo nuevamente su conciencia a la tierra. Juan Diego yacía muy herido y lastimado sobre un prado, cerca del gran árbol que amortiguó su caída desde lo alto. Sin embargo, el árbol también lo había lastimado. Yacía boca abajo con más huesos rotos que sanos, y de la boca salía la sangre que, al brotar del rompimiento de sus órganos internos, escurría por todas partes. Estaba por perder el último aliento cuando notó que a su lado estaba la sombra de un hombre alto, de gabardina y pelo largo. “La muerte que me había hablado en días pasados”, pensó del hombre de ojos verdes y piel blanca que lo había hipnotizado.
Fledermaus.
“Tírate de lo más alto”, fue lo que la voz le había dicho en días pasados.