Durante la adolescencia es difícil controlar nuestros impulsos. Cualquier encuentro, por extraño que parezca, puede quedarse grabado en nuestra memoria, lo repasamos en el subconsciente hasta que se convierte en el motor de nuestro instinto carnal. El protagonista de este cuento de Chizo sabe perfectamente que sobre el amor y el erotismo se tiene poca autoridad.
LA CHICA DE LOS OJOS CERRADOS
Evaristo me lo contó y yo le creo. Evaristo no pasa de los 15 años. Haz memoria de todo lo que se adolece a los 15 años, de ahí la palabra “adolescente”. Es un tipo común y cualquiera, tiene los problemas que tiene un chico a su edad: el acné, el bigote que es una burla de bigote, que ni siquiera puede llamársele como tal, el cambio de voz que le sorprende con tonos cómicos en los momentos más inoportunos, el vello púbico y axilar, y lo más evidente, la carga de hormonas que lo vuelve una locomotora. Y es jodido ese ímpetu hormonal a esa edad, porque te pone caliente a la menor provocación y es muy fácil ver guiños de ojos donde no los hay y confundir sonrisas amables de cualquier persona del género femenino con fantasías sexuales de los más escandalosos rangos. Sin embargo, hay otra cosa peor que el libido disparado a la menor provocación, y es que a esa edad en la que no se sabe nada del amor cualquier cosa puede serlo.
Evaristo está a punto de salir de la secundaria, estudia por las mañanas y en cuanto sale se viene corriendo para ayudar a atender el negocio de su padre, La Funeraria Gallardo. Negocio impredecible en eso de tener horarios, porque la muerte no avisa y es caprichosa. Un día es un saldo blanco pero por la noche te puede llegar un batallón de clientes, es quizás el único negocio que nunca tendrá un programa de lealtad para clientes frecuentes. Y Evaristo lo sabe, creció ahí con su padre, acomodando cuerpos y aprendiendo el oficio. No creerías la naturalidad con la que se trata a la muerte cuando se convive con ella todos los días.
Me dice que esa tarde de enero, cuando llegó de la escuela, su padre se encontraba preparando al primer cliente del día. Le había llegado a primera hora y tenía que estar listo antes de las cuatro. Don Felipe estaba en los últimos arreglos, ensortijando unos listones dentro del ataúd para acabar de acomodar al cliente. Mientras tanto, el cliente yacía con el rictus frío y plácido a medio metro, en una plancha de metal perfectamente vestido y maquillado. Para Evaristo debía ser mera rutina, pero me confiesa que no, que en cuanto entró al cuarto de preparación sintió algo distinto, había un olor a flores poco usual y supuso que era el perfume que habían regado los embalsamadores al cuerpo, luego cayó en cuenta que los embalsamados no ponen perfume.
Y entonces se le quedó mirando fijamente, el cliente era una mujer de aproximadamente 30 años, tenía las mejillas rojas producto de la sobrecarga de maquillaje y parecía estar dormida. No todos los cuerpos llegaban a presumir esa placidez. La escrutó de pies a cabeza, llevaba un vestido floreado y una zapatos rojos. Miró cada detalle de piel que le permitía el atuendo, las piernas, los brazos, el cuello, su rostro. Me cuenta que quiso adivinar la causa de muerte, pero no pudo, se vio tentado en preguntar al padre pero sabía que don Felipe le contestaría lo de siempre: “uno no se mete en esas cosas, el respeto al difunto es lo más importante en este oficio”. Así que muy cauteloso rodeó la plancha de metal contemplando aquel lindo rostro. Evaristo baja la cabeza y entre murmuros, me cuenta que en un descuido, mientras su padre terminaba de arreglar el féretro, rozó con el dorso de su mano la rodilla de la chica. Un poco avergonzado y con la boca seca me confiesa: “se me paró, juro que no supe por qué, aún no lo sé, sabía que estaba mal, pero el cuerpo reacciona, no me juzgues”.
Acto seguido, su padre lo reconvino a que le ayudara a cargar el cuerpo para meterlo dentro de la caja de roble. Evaristo conocía el oficio, así que ante su erección repentina prefirió tomarla de los hombros y no de las piernas, ya que dadas las circunstancias aquello podría ser muy incómodo. La chica finalmente quedó acomodada en su última morada. Evaristo estaba perplejo, con una punzada rara que le empezó en la entrepierna y de a poco le fue trepando hasta llegar al estómago. Aquello le ponía las manos sudorosas y la boca seca, “quizás así sea enamorarse a primera vista”, me repetía.
Han pasado tres semanas desde aquel incidente y por la confianza que me tiene Evaristo me lo ha contado todo. Es un chico normal, eso se le ve. Han sido sólo sus circunstancias. Antes de levantarse de su silla roída, se pasa la mano por el cabello y se despeina un poco como tratando de encontrar un par de frases para sepultar tan extraña confesión. Las encuentra, se levanta y antes de irse me las dice en el umbral de la puerta: “el cuerpo lo entregamos a las cuatro en punto, pero antes de cerrar la puerta de madera y empujar la camilla al recibidor, le di un beso en su boca cerrada sin que nadie me viera, sabía que nunca iba a volverla a ver”.
Agachó la mirada y sentenció diciendo con cierta melancolía: “el amor es breve”.
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