Caminaba sin rumbo, como me era habitual, buscando la nada existente en todas partes. El pasto crecía hasta mis rodillas, haciendo melodías suaves al soplo del viento junto con los árboles que crecían con el sueño de tocar el cielo; hacían una orquesta digna de ser escuchada. Yo espectador no encajaba en ese ambiente de paz, más no obstante me sentía tan completo. Qué diferente era este lugar del que había estado ayer: tan muerto, sombrío como la noche. En cambio éste tenía el suelo cubierto de las lágrimas de los árboles secos y torcidos envueltos por la gélida neblina, como si tuviesen espinas al igual que una rosa; tenían incrustados musgo, era un ecosistema de otoño eterno.
Me tiré en el pastizal para descansar mis agotadas piernas que llevaban días caminando sin parar desde Los Espinos. En un par de segundos caí dormido. El cantar de los grillos me despertó para ver las alucinantes luces de las luciérnagas, que ni una sola dosis de hongos alucinógenos puede compararse con el nuevo mundo que se había formado a mi alrededor con sólo caer la noche.
Había visto tantos carnavales y juegos de luces en mis múltiples y largos viajes en asombrosos y desconocidos lugares, tanto como temidos. Pero en ninguno de ellos pude observar semejante magnificencia; era fantasía pura, aquella que te da el opio de la singular oruga de Canterberry, única en el mundo y tan reconocida. Aun así las alucinaciones que ese opio en extinción te provocaban no se comparaban con lo que mis ojos veían deslumbrados….¡hongos fluorescentes, pasto fluorescente, nubes de niebla alzándose como el humo de mi pipa, algunas de esas nuevas formaban figuras que parecían tener vida propia! Una en forma de dragón pasó volando enfrente de mi impresionable ser. Mis pelos se erizaron, y a estas fascinantes criaturas se le juntaron animales de otra dimensión, seres de carne y hueso, abominables y tiernos a la vez. Me pregunté si no estaría bajo el efecto sumiso de alguna droga, pero pronto mi duda se disipó, y pensé que quizá esas bestias vinieran de las entrañas del mundo de antaño, donde el magma hace sus hazañas pirotécnicas, tal y como los armiños quizá salieran por instinto más que por órdenes de la luna sabor miel.
A pesar de mi presencia los organismos de las profundidades no se inmutaron. Fue como si estuvieran acostumbrados a los sedientos ojos humanos, que ni la fuente de Chanuk en la que los pájaros se bañan en sangre y los ancianos beben para curar sus múltiples enfermedades – según dicen por ahí para rejuvenecer – rehidrata la curiosidad humana.
Aseguraría, en contra de las leyes de la naturaleza, que mis amigos no eran ciegos, podían verme con sus grandes ojos, sentían mi presencia como yo la suya.
En un instante todos los seres de mi alrededor, que festejaban tribalmente la oscuridad, se alteraron, y los árboles a los que no había visto moverse, se estremecieron. Un aire fuerte sopló, y con él, unas manos frías con garras, me agarraron. Me llevaron arrastrando a la fuerza unos seres peludos, rechonchos, quizá por el pelo, de estatura chica y con ojos pequeños pero penetrantes, de colores brillosos. Se me asemejaron a un oso de peluche que tuve cuando era un infante, sólo que estos no eran del todo tiernos, ni exactamente iguales a un oso de peluche.
Nada más veía a seis de esos seres, que llamé bogies, corriendo eufóricos hacia donde sea que me llevaran. Emitían ruidos tan desgarradores y distorsionados que mis oídos estaban al borde de sangrar por esos aullidos. Supe que no eran sólo seis los que corrían junto a mi raptor, eran muchos los que no podía contar, seguramente porque su pelaje se adhería al entorno oscuro o porque iban hasta adelante del grupo de bogies ebrios de alegría y excitación.
Luces blancas fluorescentes a lo lejos, iluminaron la noche, provenían de lo que parecía el pueblo de los bogies. Las casas o edificios colgaban en los árboles y éstas se comunicaban por puentes colgantes. Era un gran área la que abarcaba el pueblo, iluminado por esferas blancas colgantes, y en el centro había un enorme fuego, en el que varios bogies estaban alrededor. Me llevaron a rastras hasta ahí, me ataron manos y pies con una cuerda rasposa, ya atado me colgaron de un palo, quedando elevado del suelo. Durante el transcurso de mi rapto hasta este momento no grité, pues estaba demasiado confundido y en shock para poder emitir cualquier ruido. Después de permanecer un rato colgando, llegó un bogie con un extraño objeto que parecía hecho de hueso, me golpeó con él en la cabeza y no supe nada más hasta que desperté tirado en un suelo arenoso y recientemente quemado. El pueblo de los bogies había desaparecido, no sabía dónde estaba ni cómo había llegado.
Al Norte se alzaba lo que parecía un pueblo hecho de piedra con apariencia medieval, enclaustrado por muros de roca firme y barrotes de hierro oxidándose, a su alrededor el terreno estaba desierto; seco totalmente. Ni un sólo rastro de naturaleza se divisaba. El suelo incendiado se extendía hasta perderse en el horizonte. Me levanté adolorido, sin prisa alguna caminé con lentitud, dirigiéndome sin detenerme al pueblo que tenía facha de inhabitado, pero la experiencia de aventurero, me decía que quizá fuera de aquellos poblados, donde la gente sale de noche, de todas formas necesitaba con urgencia un lugar donde esconderme del sol, antes de que éste me consumiera y me evaporara como otro liquido más.
Al llegar a la entrada, que era más grande de lo que se veía a lo lejos, pude notar una sensación desconocida e inquietante que destrozaba mi conciencia. Parado frente a la entrada dudé si entrar. Mi cuerpo instintivamente deseaba con lucidez dar media vuelta y salir corriendo con cobardía, pero una pequeña parte en mí quería entrar a lo desconocido sin razón alguna, y esa parte era tan potente como la de mi instinto, por lo que terminó venciendo en una lucha de dos, en la que ninguna usaba la razón.
El portal rechinó al abrirse, rompiendo con el silencio acumulado en lo que parecía ser años y años. Entré con cautela, dejando el portal abierto por cualquier evento desafortunado que pudiera pasar, al cabo el aire no lo cerraría, era casi tan inexistente como la naturaleza, palabra que sonaba tan ridícula en este terreno tan agreste que pisaban mis pies.
Me arrellané en una esquina de la pared de lo que era o parecía haber sido una panadería, ahora olvidada, suspendida en el tiempo… No pude evitar dormirme. Para cuando desperté la oscuridad se había tragado mi entorno, el silencio aún reinaba y el frío penetraba el cuerpo con cada segundo que pasaba, si es que el tiempo todavía reinaba en aquel lugar olvidado, dejado a su suerte secarse hasta ser polvo y nada más.
Me adentré en el edificio que me había servido para refugiarme del carcomiente calor. Olía a humedad pero me protegía del frío, no pude volver a cerrar los ojos hasta que empezó a amanecer. Allá en el horizonte cuando el sol se alzó alto, abrí los ojos y escuché esa melodía que cantaba la muerte de la alegría. Se sentía como un eco y retumbaba en la tierra como placas tectónicas en movimiento, haciendo sonar el pesado sarcófago que yacía delante de mí, imponiéndose majestuoso con adornos de oro, y la luz que lo hacía resplandecer. Me acerqué dudoso, había en él una energía que se podía sentir en cada uno de los sentidos, era una energía fuerte, llena de tristeza, que te hacía sentir el hombre más infeliz del mundo. A pesar de ello levanté la tapa. Quedaron al descubierto unos huesos milenarios. En el cadáver había una nota que no se alcanzaba a leer con claridad, las letras se habían borrado con el tiempo.
Me di cuenta que yo ya había estado en el pueblo maldito, donde un día la alegría se marchitó al ser asesinados todos los niños que ahí vivían. Se convirtió en un lago de vino, donde las almas de aquellos padres no descansan y regresan a cumplir su condena. Tras un viaje a la altura de los alucinógenos viajan perdidos, deambulando por praderas indomables y bosques mágicos hasta llegar a este punto que evitan los vivos. Porque todo aquel que pase a este infierno se vuelve loco por el sufrimiento que descubre al saber la verdad de estas ruinas que hablan con la boca del diablo y torturan la mente como un zumbido a los vivos que no ven ese paisaje de neblina y humedad; el paisaje místico de los muertos. Se ha asesinado la luz, se ha olvidado la esperanza y aquel campo de flores se ha convertido en cenizas. He sido parte de esta creación y jamás podremos salir de este pueblo que un día fue alegre y ahora es un panteón de lágrimas, en donde la felicidad se ha esfumado.