Nunca vi a los habitantes del pueblo tan consternados. La tristeza se impregnaba en sus rostros como el polvo que brota de las terrosas calles y se adhiere a lo que toca. La misa se llevó a cabo en la capilla principal por ser la más grande. Sin embargo, la cantidad de personas que acudió fue demasiada; más de la mitad observaban la ceremonia a las afueras del templo, asomados por las ventanas o parados en los accesos. Tal vez todos en el pequeño poblado querían dar el último adiós a la pequeña fallecida.
El sacerdote dio la orden, todos podían retirarse en paz, pero nadie lo hizo. Unos esperaron el momento de dar el pésame a la familia, otros sólo querían ver el dolor ajeno. Padres que lloraban desconsolados y una pequeña de doce años que entendía poco de la vida, pero sabía que jamás volvería a ver a su hermana gemela.
Yo me encontraba inmiscuido entre toda la muchedumbre, la pequeña que yacía en el ataúd era mi compañera de clase, mi primer amor, tan platónico e inalcanzable como cuando aún respiraba. Asistí a la ceremonia por dos razones: para despedirme de ella y prometerle, con Dios como testigo, que a partir de ese día cuidaría de su hermana.
Desde aquella vez intento no perder de vista a mi protegida, pero ella no lo sabe, se asustaría. El pueblo es pequeño, así que la labor es fácil. Sólo se complica cuando acude al sitio donde vio por última vez a su hermana: el río. En esos momentos utilizo las mismas habilidades que un depredador, la sigo escondido entre la espesa naturaleza que rodea los caminos. Me vuelvo silencioso, ágil, pero en vez de atacar observo. Al verla a la orilla del río imagino que es otra, la tristeza me invade.
¿Cómo describir la relación entre la pequeña y el río que le quitó a su hermana? No se puede odiar algo que no reacciona a nuestras emociones, tan indispensable para la vida de cualquiera en el pueblo. Un sitio al que ella siempre fue y seguiría yendo hasta reencontrarse con su amada hermana. Ahora por diversión, con los años irá para cumplir su labor como ama de casa, lavando la ropa del marido y algunos hijos.
Ante toda pérdida humana tendemos a buscar culpables, el río ha quedado señalado como un asesino, con una cruz clavada al borde de su cauce.
Con el paso del tiempo, las personas que mueren pierden forma, quedan en la memoria de los vivos como momentos sin rostro, actores nebulosos de la representación de nuestros recuerdos. En este pueblo nadie puede olvidar a la pequeña ahogada en el río. Su cuerpo recorre las calles bajo otro nombre. Para algunos es como ver a un muerto en vida, aislada de las personas. Pero ella no está del todo sola, aún cuenta con un guardián oculto, al que su amor e ingenuidad le llevarán a presenciar una serie de acontecimientos inexplicables.
Una tarde en el río, mi protegida salió del agua, tomó su toalla y abandonó la escena del crimen. Como acostumbro, espero unos minutos para salir de mi escondite sin ser descubierto, acercarme a la cruz y despedirme de mi amor. Pero una mujer de edad avanzada se adelanta a mi objetivo, con movimientos cansados se hinca frente al crucifijo, junta sus palmas y mantiene esa posición durante largo rato. En el pueblo no hay extraños. Sé perfectamente que se trata de la esposa del tendero, quien se debate entre la vida y la muerte a causa de una enfermedad.
Las noticias corren con velocidad en el pueblo, el tendero sobrevivió. En la cruz del río hay un ramo de flores, la gemela se sorprende al verlo, yo sólo miro desde un arbusto lejano.
Las semanas pasan, para la familia de la difunta es extraño ver cada vez más ofrendas florales en la cruz de su pequeña. Para mí es un milagro del que estoy siendo testigo.
A partir de que el tendero sobrevivió a su enfermedad, hombres y mujeres han acudido a escondidas a la cruz del río a pedir toda clase de favores. Debido a la lejanía de mi guarida no consigo escuchar las súplicas, pero conozco a cada uno de los implorantes. Cuando vuelvo a casa sólo necesito preguntar a mi madre y puedo saber los infortunios que sufren. Lo impresionante es que a los pocos días sus peticiones se cumplen.
Ha pasado un año y para sus padres, mi protegida ya está en edad de ayudar con las labores del hogar. Cada tres días acude al río para limpiar las prendas de la familia. No sé si realmente sigo cuidando de ella o estoy más interesado por lo que ocurre con la cruz. Muchos habitantes del pueblo se han vuelto devotos a la que ya consideran una virgen. Recientemente han construido una capilla miniatura para resguardar el crucifijo, sólo yo sé que la mandó poner un agricultor después de cumplida una buena cosecha.
Una noche, mi madre me despertó alterada. Debemos ir a un velorio, el hombre al que recientemente picaron unas abejas ha muerto. Ya frente al ataúd, reconozco a la viuda, apenas el día anterior la vi arrodillada ante el altar del río.
El tiempo no se detiene, las desgracias tampoco. En los últimos dos meses han muerto más personas que en todo el año pasado. La fe en la niña ahogada ha desaparecido. Desde mi escondite observo con tristeza a la gemela lavando ropa. Ya no hay flores ni veladoras en la pequeña capilla. Me percato que un grupo de personas bajan por el camino que da hasta esta parte del río, les recuerdo a todos, al menos en una ocasión han orado a la cruz de mi amada. Los llamo los implorantes. Van en dirección a la pequeña lavandera. Cuatro de ellos la sujetan sin dejarle escapar un solo grito. La llevan al centro del río donde la sumergen a pesar de sus intentos por liberarse. El resto se queda en la orilla mirando en todas direcciones.
Han pasado un par de minutos, ya no se escucha el salpicar del agua. Abro los ojos, sé que he fracasado en mi juramento, el miedo me paraliza. A lo lejos, los implorantes se reagrupan en la orilla. Todos se hincan ante la cruz del río.