Lo primero que hice al levantarme fue escribir un poema, pero éste se resistió en mi interior y vinieron los calambres mentales, de esos de los que habla Wittgenstein. Nada salía pues nada sucedía, así que fui a caminar al parque para sacudir el polvo y sentir el sol.
Me siento en una banca y observo los árboles, los perros y sus paseantes; una ardilla negra busca comida, le doy una pepitoria y llegan más. Voy a la tienda de la esquina por unas galletas de chocolate y me encuentro con David Green, compañero de secundaria del colegio Williams. Había regresado de un largo viaje alrededor del mundo, odiaba las ciudades y sólo administraba dicha tienda para costear su próxima partida. Llegan dos mujeres despampanantes y lo saludan efusivamente. La castaña es portuguesa y la rubia danesa, la primera es su novia, así que me apunto de inmediato con Margrethe de Dinamarca. Saco un toque e invito las chelas. Platican de su siguiente viaje y yo me apunto sutilmente, David y la portuguesa son indiferentes pero Margrethe se anima con la idea. Nuestras chicas tienen que irse y David aprovecha mi inclusión en sus planes para confiarme una gran preocupación.
La puerta se azota y entran dos tipos, uno la cierra y el otro saca una porra con la que rompe la máquina de cobro. Pienso que es un robo hasta que David intenta negociar con ellos, sin embargo, lo golpean despiadadamente exigiéndole dinero. Yo me quedo inmóvil. ¡Tú quién eres! Me apuntan con una pistola. ¡Es sólo un cliente! Me salva David y le pegan brutalmente en la espalda, reiteran las amenazas y antes de salir rompen la puerta. El silencio después del estruendo, un auto arranca y hasta ese momento nos miramos.
Me cuenta sobre sus deudas de juego y cocaína. Mucha coca ergo, mucho juego, más juego ergo más coca. Tenía que pagar además un tributo al mafioso de la zona para poder sacar del negocio a dos desnudistas, las amigas extranjeras. David había prometido liberarlas. Ante la crisis ideó un plan suicida: avisarle a las chicas de la situación y huir de inmediato hacia Estados Unidos. En algún momento los van a encontrar y le propongo mejor negociar. O pagas o te matan. Lo sé, sólo necesitas tiempo. ¡Ni con todo el tiempo del mundo voy a cubrir la deuda! El tiempo que necesitas no es para pagar sino, y únicamente, para que el escape sea exitoso; hay que planearlo bien. Lo piensa y asiente. Nos dirigimos entonces al antro La flor de Michoacán, propiedad de Hamlet Ibanez, mafioso local.
Un gigante moreno, rapado y armado hasta los dientes cuida la puerta. David se presenta, explica su presencia y luego de unos minutos de eternos nervios, nos dejan entrar al table dance. Muchas mesas y muchas bailarinas, muchos clientes abalanzándose sobre ellas, abusando brutalmente de ellas; luego de unos momentos me parecen puercos y siento asco por estar entre ellos. Nos guían al fondo del lugar, donde nace la pasarela principal, llegamos a un palco con una elegante sala de piel. Sentado, como un príncipe, un joven de traje y camisa negra, corbata guinda de seda; pelo engomado y recién afeitado. Es Hamlet, quien ordena sentarnos a través de dos enormes guaruras que aparecen de la nada. Tienes cinco minutos, Green. Me presento como su abogado y hago la promesa del pago dejando las escrituras de una casa en Polanco. A Hamlet le brillan los ojos. David me da un codazo. Mentalmente nos comunicamos. ¿De qué casa hablas? Tú sígueme la corriente. ¿Le parece el acuerdo, don Ibanez? Hamlet, por favor. ¿Le parece el acuerdo, don Hamlet? Sólo Hamlet. ¿Le parece bien, Hamlet? Lo piensa, está a punto de asentir cuando llega un guarura con un teléfono. ¿Es urgente? Sí, señor. Contesta y de inmediato comienza a pelearse con una mujer, de menos a más y más y más. Groserías, insultos y amenazas de muerte de ambos lados. Corta la llamada conteniendo su furia y avienta el aparato al guarura. Nos mira e intervengo. ¿Le podemos ayudar en algo? Suspira hondo y, sorprendentemente, comienza a contarnos su principal problema conyugal. El don aplaude dos veces y en un santiamén le llevan una botella de fino mezcal. David sigue nervioso, pero yo guardo la calma y se tranquiliza poco a poco. Bebemos y bebemos mientras Hamlet nos jura, jura y jura que su esposa sigue enamorada de un ex novio. Yo le cuento un chiste sobre su situación y luego de una pausa la risa lo invade. Quedamos en buenos términos y reitero mi palabra sobre las escrituras, nos despedimos respetuosamente y encaminamos hacia la salida. El lugar está más lleno y en el camino soy interceptado, y enormemente sorprendido, por Ofelia, mi novia de secundaria. Se emociona mucho de verme y también reconoce a David, quien queda petrificado definitivamente.
La abrazo y la beso, la beso mucho, mucho; le pregunto qué hace ahí. ¿Trabajas aquí? Ríe y niega. Es uno de los cochinos negocios de mi esposo. Levanto la vista y, desde su palco, Hamlet me mira fijamente, impasible, con ojos de lobo. Busco a David, ya no está y siento un cañón en mi espalda. No se meta, doña Ofelia. Y me llevan a una puerta a un lado de la barra. Un largo pasillo y al final otra puerta. Una pequeña bodega. Me dan una madriza.
Despierto en la cajuela de un auto en movimiento, atadas las manos pero libres los pies; rompo una de las calaveras y saco mis manos cortándome los antebrazos. El auto se detiene, gritos en la calle y el auto arranca nuevamente. Una patrulla. Luego otra. Tal vez otra más. Damos vueltas bruscas. Disparos. El auto choca dejando de avanzar y algunos disparos continúan. Alguien abre la cajuela apuntando con un arma, un policía me ordena salir con las manos en alto. No puedo, estoy atado. Llegan otros y me sacan del vehículo. Todos los mafiosos muertos. Dos policías heridos, uno de gravedad. El cadáver de Hamlet tras el volante.
Me llevan a una agencia del ministerio público y me advierten detenido en lo que se hacen las averiguaciones, media hora después me visita Ofelia. No sé qué esperar de ella y me besa. Gracias. Es lo único que dice, acaricia mi rostro y la pierdo de vista. Me informan que estoy libre. Voy directo a la tienda de David Green y me entero que murió atropellado al salir corriendo del antro. Me sorprende Margrethe por la espalda. Me pregunta qué voy a hacer la próxima semana. ¿Qué vas a hacer tú? Le pregunto y lo piensa. Sus ojos azules se pierden en mi cabeza. Regresa a Dinamarca. Es lo único que le digo, la abrazo y regreso a casa.
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