Yo soy Carlota Amelia, Regente de Anáhuac, Reina de Nicaragua, Baronesa del Mato Grosso, Princesa de Chichén Itzá. Yo soy Carlota Amelia de Bélgica, emperatriz de México y de América: tengo ochenta y seis años de edad y sesenta de beber, loca de sed, en las fuentes de Roma.
Fernando del Paso
La emperatriz de México, esposa de Maxiliano, fue acusada de locura. Desde los estudios históricos, la imaginación o la literatura, la mente indómita de Carlota Amelia fue un hecho incuestionable que hoy se reproduce como verdad entre estudiantes de Historia de México, turistas que recorren el Alcázar de Chapultepec e intelectuales de pipa y guante en la chusquería de la aristocracia.
La historia oficial atribuye la causa demencial de Carlota a una paranoia que fue creciendo a partir del trauma sufrido por el fusilamiento de Maximiliano y el golpe final que significó no contar con ningún apoyo para mantener el endeble Imperio Mexicano. A la edad de 26 años, Carlota huyó pidiendo auxilio a París en junio de 1866. Ahí se entrevistó con Napoléon III, en Italia con el Papa Pío IX y después con el Rey Víctor Manuel II. En sendas ocasiones la emperatriz fue víctima de episodios de delirio de persecución e inicios de esquizofrenia: alegando una conspiración, trató de vomitar porque se creyó envenenada por cada uno.
La leyenda, carente de sustento científico, culpa a una curandera de la zona de la Merced a la que Carlota acudió desesperada, atormentada por la imposibilidad de concebir un hijo que llevara en su pecho la grandeza del Imperio de México y en su piel el color de Maximiliano, cristalización de su gran amor y producto de un cuento de hadas. La curandera le habría recetado una dosis muy alta del hongo teyhuinti, a propósito de su partidismo por Juárez. Se creía que la sobreexposición al teyhuinti causaba locura. Otro brebaje mencionado comúnmente es el toloache, que habría bebido durante una visita a Cuernavaca, con los mismos efectos demenciales.
“Lo sabía porque a mí nadie jamás me ha podido engañar. Pero escucha, escúchame bien y mira: ni siquiera en México, cuando una muchacha maya me dio a beber en un caracol marino aguamiel diluido con agua límpida del cenote sagrado, porque yo sabía que tenía también toloache para volverme loca. Ni cuando Concepción Sedano me dio leche de cacto ponzoñoso mezclado con jugo de guanábana para matarme y quedarse contigo, para que no fueras de nadie sino de ella. Ni cuando tú mismo quisiste envenenarme con chocolate y antimonio para quedarte en México, para que México fuera tuyo y de nadie más”.
La paranoia es un tema que Carlota por Fernando del Paso expresa frecuentemente en “Noticias del Imperio”. El envenenamiento escapa de los alimentos y se hace presente en cada objeto que la rodea. También lleva implícito el engaño y con él la decadencia, tanto de su vida, como de su Imperio:
“Dicen que estoy loca porque comencé a limpiar todos los objetos que hay en mi cuarto. Pero es que yo sabía que estaban envenenados, que bastaba que mis dedos tocaran la perilla de una puerta, la tela de un cuadro, el marco de un espejo o el tirador de un cajón para que la ponzoña entrara en mi cuerpo”.
La emperatriz urge de lavar aquellos lugares en los que ha estado: el Castillo de Chapultepec, el de Miramar y el de Hofburgo. El medio a través del cual encuentra refugio es la acción de lavar. Lavar asegura en un sentido terrenal que los artículos tocados por Carlota estén libres de veneno, al mismo tiempo que expía las culpas de las mentiras, reivindicando su nombre y su trono.
“Cuídate, Maximiliano, y ayúdame a lavar todo lo que tengo que lavar (…) ¿Y sabes por qué? Porque todo está envenenado. Porque a ti y a mí nos quieren envenenar como lo han hecho con tantos otros (…) Pero cuando te hablo de veneno, Maximiliano, no te hablo del veneno de la Hidra que hacía hervir las aguas de las Termópilas o de la cicuta que congeló el corazón de Sócrates, no (…) Te hablo de otra cosa. De lo que descubrí un día y que fue que todo, Max, el cielo, el aire y el viento, la luz del sol, las montañas, la lluvia y el agua del mar, todo estaba impregnado con la misma ponzoña que acabó contigo y con tus sueños y con mi razón y tu vida, y con nuestra devoción y nuestras ilusiones y con todo lo hermoso y lo grande que queríamos para México: la mentira”.
Las grandes mentiras de su vida estiban en su felicidad en México, el amor impoluto entre ambos emperadores y el cuento de hadas que no acabó en el Valle del Anáhuac como suelen terminar las historias aristocráticas en los bosques encantados del este de Europa. No hubo un “felices para siempre”, ni siquiera un “y vivieron”.
Carlota no sólo se volvió loca de amor: se volvió loca de soledad, de desengaño, del irremediable choque con la realidad que significó el punto final del efímero Segundo Imperio Mexicano escrito en el Cerro de las Campanas. Se volvió loca de mentiras y loca de la carnalidad que irremediablemente le guiaba hacia las traiciones mutuas entre ella y su emperador. Se volvió loca de ganas porque la homosexualidad de Maximiliano aunada a la sífilis que contrajo en Brasil, eran incapaces de darle placer; por partir embarazada del coronel Van Der Smissen a ultramar y fracasar en busca de ayuda. Por dejar su vida, amor y cordura en México y marcharse a Miramar únicamente con la locura a cuestas.
La novela de Fernando del Paso es un fiel reflejo de la vida de Carlota, Maximiliano y el fugaz Segundo Imperio Mexicano. Situándose en el límite entre la imaginación y la realidad, es un testimonio vivo que tiene una validez histórica innegable. La narrativa rompe genialmente con la sosa historiografía y crea un diálogo a través de la graforrea que llevó a la emperatriz a escribir —en la vida real— más de 250 cartas desde su encierro; como pretendiendo engañar al cruento destino, vencer a la historia y a la muerte a través de su palabra, del deseo de su descriptiva, llevado a la literatura como nunca antes de la mano del poderío narrativo de Fernando del Paso en una joya, aporte de México a la literatura universal.
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