A veces es inevitable el acto de experimentar para poder escribir. Yo escribo esto después de llevar a cabo el experimento de los cronopios, sin la pretensión de vasarme en el método científico, por el contrario, cuyo proceso de experimentación es muy sencillo y sumamente vital para la mejor comprensión de este texto, evitando a toda costa escribir un texto alterno que se llame “Instrucciones para conocer a los cronopios”, sino simplemente uno que nos ayude a entender de mejor manera la concepción de un ente ignoto para muchos.
Les pregunté a varias personas allegadas qué entendían por la palabra cronopio con la intención de hacer de los cuentos cortazarianos algo más accesible ante la mirada de un lector neófito. Algunos, sin dudarlo, contestaron que les sonaba a microbio. Curioso caso, pues el cronopio, según Cortázar, es un ser verde, húmedo y erizado que remoja su tostada con sus lágrimas mientras toma café en el Richmond de Florida. Hay otros que me contestaron un poco más dubitativos que los cronopios se pueden definir como seres pequeños, regordetes y peludos que advierten que su reloj se atrasa en el Luna Park mientras esperan ansiosos que el reloj marque las once y cuarto para meditar sobre lo suficientemente tarde que es para ir a marchar, porque su reloj está atrasado cinco, diez o veinte minutos más que el de los famas. Hubo algunos que decidieron mejor no contestar, tal vez porque la palabra cronopio denota un poco de incomprensión al escucharla por vez primera, o tal vez porque los cronopios no gustan de bailar tregua ni mucho menos catala con la pasión con la que lo bailan los famas. Lo cierto es que los cronopios son seres mitológicos inventados por un escritor argentino que les dio la triste capacidad de viajar alrededor del mundo justamente cuando llueve a gritos y todos los hoteles están llenos. Los famas, por otro lado, tienen costumbres curiosas a la hora de pernoctar en una ciudad extranjera, pues se encargan de ir, hotel por hotel, para analizar minuciosamente el color de las alfombras, la calidad de las sábanas y hacen un inventario cauteloso del contenido de sus maletas frente a la comisaría.
Los cronopios no gustan de tener relaciones sexuales, porque saben de antemano que el acto de la cópula siempre termina con el origen de un cronopio recién nacido, y esto es una errata para el cronopio padre, pues lo primero que hacen los cronopios recién nacidos es insultar groseramente al padre hasta el cansancio. Dicho de otro modo, los cronopios nacen con el complejo de Edipo freudiano amarrado a las cuerdas bocales. Dadas las razones anteriores, los famas son quienes fecundan a las mujeres de los cronopios, pues son seres libidinosos, nos dice Cortázar.
Los cronopios son seres distraídos que, cuando meten la mano a sus bolsillos con la intención de encontrar la billetera, lo que encuentran es una caja de cerillos, pensando que dentro de la caja de cerillos encontrarán la llave de la puerta de la casa y que la billetera estará llena de cerillos y que los cerillos y que la azucarera está llena de billetes y que el piano está lleno de azúcar y que la guía telefónica estará colmada de música y que la cama estará empapada en trajes y que el clóset encontrará los números de teléfono y que los tranvías estarán llenos de sábanas y los floreros de lágrimas, es por eso que cuando los cronopios lloran dejan caer flores amarillas que salen de sus lagrimales.
La vida a veces es como la vida de un cronopio o quizás de un fama. Ya hemos visto que definir lo que es un cronopio y un fama es imposible. Son personajes que brotaron de la mente del afrancesado Julio Cortázar sin darnos una pizca de razón para saber qué diantres es uno y cómo definir al otro. Mi vida se presenta como uno de esos cuentos surrealistas de Julio Cortázar, porque la vida misma es como recitar en voz alta uno de sus textos más simples con los nervios aferrados al pescuezo y con el miedo constante de encontrarse una palabra como “paralelepípedo” sin tener la capacidad sobrehumana de evitar que la lengua se nos haga nudos dentro de la boca al decirla por primera vez. Mis problemas pueden ser divertidos como el de los cronopios que dejan libres los recuerdos en su casa para que éstos revoloteen como palomas o como canarios dentro de una jaula. Pero también mis problemas son más sencillos, más ordenados, como los de los indefinibles famas, que envuelven sus memorias en papel celofán y les pegan etiquetas, una por una, ordenadamente, con frases tan simples como “Vuelo a Quilmes” o “Frank Sinatra”.
La vida es un cronopio indescifrable, porque mis problemas también son complejos, como aquel cronopio que perdió sus llaves cuando quería salir a la calle, sabiendo que las había dejado sobre la mesita de noche y que la mesita de noche se encuentra en la habitación y que la habitación está en la casa y que la casa está en la calle y que por eso no puede dar con las llaves porque para encontrarlas hay que salir a la calle para dar primero con la casa y después con lo demás. O como aquel otro cronopio, que se exalta de vez en cuando y deja que lo atropellen camiones y ciclistas. Los cronopios y los famas son incomprensibles, tanto como la vida misma en sus momentos más críticos.