Pocos autores han sabido aprovechar, narrativa e imaginariamente, el imaginario de la vigilia y el sueño como eje de una historia. Disfruta a continuación de otro relato escrito por Cecilia Cabrera, autora argentina con un innato talento para describir situaciones cotidianas y absurdas con un toque de exquisito suspenso, humor negro, sarcasmo incisivo y destreza literaria completamente depurada de florituras innecesarias.
La maldición del fuego fatuo
A Juan José siempre le gustó ir de putas. Aunque no descartaba los intentos de levantes gratuitos a cualquier fémina, sin discriminar forma, edad o color. Para seducir tenía la sutileza de una foca en celo. Un celo perenne, repelente y sonoro…
Ese sábado eligió un bar bohemio de la calle… para despuntar el vicio. Le gustaba su poca iluminación y las paredes borravino descascarándose. Sonaba la canción “Sicarios”, de Rubén Blades, cuando atravesó la puerta. Se sentó en la barra y pidió una cerveza.
De alguna extraña manera, logró levantarse una morocha voluptuosa. La sensualidad de esa mujer era sólida y magnética. Varios hombres habían tratado de llevársela sin lograrlo. Tal vez lo ayudó el hecho de no haber hablado mucho en esa ocasión, sumado al tedio de ella por la persecución de los otros, no lo sabemos, pero el hecho es que terminaron enredados en el cuartucho del fondo del bar.
Para Juan fue un encuentro sexual explosivo, perfecto, su mejor demostración de virilidad. Para la morocha, fue una combinación tremenda. Sintió sus besos como si su cara hubiera sido lamida por una vaca torpe y con hambre. Él parecía no poder encontrar los límites de su boca. A su vez, se sintió penetrada como si fuera el reemplazo provisorio de la mano derecha de Juan en una masturbación dominguera. Ni bien se sintió liberada del peso del cuerpo transpirado de su decepción, Lola se vistió y se fue rápidamente, a olvidar ese momento en otro bar.
Juan, satisfecho con su buena suerte, decidió volver el domingo. Esta vez se le acercó una rubia muy maquillada que le preguntó si quería compañía. Le ofreció la tarifa especial para turistas.
Fueron al cuartucho trasero. Ella se desvistió sin preámbulos y se acostó en la cama. Juan también lo hizo, pero de espaldas para sorprenderla con su truco. En su espíritu juguetón, siempre le gustaba apuntarlas con su pene en la mano, como si estuviera empuñando un revólver. Cuando hizo su giro, el sorprendido fue él, porque cuando trató de agarrar su arma no le atinó. Se miró preocupado la entrepierna y se asustó al ver que se le había encogido al tamaño del pene de un niño de un año.
La rubia le dijo que por ella estaba bien del tamaño que fuera y le preguntó si había estado en esa habitación antes. Juan José mudo y angustiado asintió con la cabeza. Ella le señaló algo sobre su cabeza. En el umbral de la puerta había un cartel que decía: Si sólo recibes sin dar, algo preciado se te quitará. Ella se encogió de hombros y lo consoló sin entusiasmo:
—A muchos les pasa.
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Las imágenes que acompañan al texto son propiedad de Anthony Stone.
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