El tiempo no perdona, no se detiene a esperarnos ni se preocupa por nuestros sueños y nuestros planes. Cronos, el magnífico titán del tiempo, avanza con paso seguro y es sólo con el transcurrir de los instantes que el reino de lo humano se crea y se destruye. ¿Cuántas veces hemos sentido que las cosas llegan tarde a nuestra vida, que desearíamos haber conocido a alguien cuando éramos personas distintas?
Pero no todo lo que llega a destiempo trae consigo la tragedia. En el siguiente relato de Chizo, el protagonista llega a una hermosa conclusión: la llegada del ser amado lo hace comprender que su pasado no era tan perfecto como él lo imaginaba.
La vida le llegó tarde, sabía. Porque fue hasta sus 44 que conoció el amor y el amor se quedó a vivir en él y llevaba el nombre de Inés. Después de eso, nunca más volvió a estar muerto hasta que se murió. Abel comió cada beso, cada abrazo, como si no hubiera comido nunca y es que nunca antes había comido hasta llenarse. Desde entonces se leían el diario de la mañana junto con los labios.
Un día Abel se sentó en el borde de las escaleras que daban a la entrada del jardín, se sentó al lado de Inés y le dijo: “Bruja, ¿has pensado dónde andaba yo buscándote sin saber que te buscaba?”.
Inés, que era de pocas palabras pero de muchos ojos, le contestaba con el iris y Abel seguía. “Ayer lo supe de pronto, me desperté en la madrugada, no me sentiste; pero me levanté y fui hasta el pie de la ventana, afuera hacía un claro de luna muy claro y a lo lejos vi las hojas de los árboles arremolinarse con el viento que jugaba a hacer dibujos con ellas. Yo creo que era Dios quien jugaba, sé que no crees mucho en ello, ni yo tampoco, no sé ni por qué te cuento esto…”
—Anda, sígueme contando. Que lo cuentas muy bonito cuando te pones así —contestaba Inés.
— He vivido triste, brujita, muy triste. Muchos años y sin darme cuenta.
—No digas eso.
— Lo digo porque es verdad. Anoche lo comprendí y agradecí a ese dios juguetón que me pusiera en tu camino para ponerme contento.
— No me gusta oír que vivías triste.
— Mira, bruja, te cuento un secretito, porque tú sabes que contigo no los tengo —Abel se acercó a sus ojos, le acarició la mejilla y bien seriecito le acabó por confesar.
— No es tan preocupante, Dios ha sido muy bondadoso; antes no lo sabía, lo juro, hasta ayer supe que viví triste.
— ¿Cómo es eso?
— Sólo se puede saber que viviste triste hasta que conoces la felicidad. Antes de eso, no hay manera. No hay manera, brujita.
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