Estaba mirando por la ventana, contemplando el tránsito de la ciudad de Bogotá, mientras mi cuerpo caliente se combinaba con el aire frío de la gran capital. Fito maullaba y se restregaba en mi pierna, mientras yo aspiraba fuertemente el último Piel Roja de la cajetilla.
Tomé mi medicamento a las dos de la tarde y pronto ya tendría que volver a la aburrida rutina. Acabé el cigarro y me fui a caminar por el centro. En el transcurso, las luces que alumbraban las calles de la oscura noche sin luna me aturdían un poco, el ruido confundía mi mente y la gente se sentía agobiante. Me devolví al apartamento.
Conocí a Diego, vivía en mi edificio. Recuerdo que ese día le regalé un cigarrillo. Hablamos de la vida, de la religión, la política y de la ley treinta que tanto nos molestaba, planeábamos ir a las marchas de los estudiantes, apoyarlos y cantar. Sabíamos que la vida en Colombia era difícil, él compartía los mismos pensamientos que yo, o al menos siempre me decía que pensaba lo mismo.
Diego sabía sobre mis medicamentos, siempre insistía en que los dejara pero yo trataba de cambiarle el tema, sabía que si no los tomaba iba a sentir abstinencia; además, él era excesivamente obstinado y muy audaz. Siempre conseguía lo que quería.
Caminando, me guie por el viento y enseguida me vi sentado en una callejuela, la inmensa pared que tenía frente a mí tapaba el Sol y una sombra incesante me escondía en la oscuridad; el viento rebotaba contra mis brazos descubiertos y mi pelo golpeaba mi cara sin yo poder detenerlo. Tenía el medicamento en las manos. Tenía que tomarlo pero un descanso no sería un perjuicio. Abrí la puerta después de subir cinco pisos, allí estaba Fito, no paraba de maullar. Creo que tenía hambre. Estábamos en la cocina, él comía, yo buscaba mi medicamento. Nunca lo encontré, pensé que lo había dejado en la callejuela.
Sonó el timbre, era Diego, como siempre, insistente >, estuve en total negación. En la callejuela buscamos exhaustivamente, el lugar donde me había sentado estaba limpio, intacto. A unos metros yacía un hombre viejo y desaliñado, una barba negra y gruesa cubría la mayor parte de su rostro y su mirada estaba en la absoluta perdición. Diego reaccionó de inmediato > vociferó. Inmediatamente me lancé hacia el indigente. Le solté mi recio puño y su cara reventó rápidamente ensangrentándose, cayó al piso y le pateé en la espalda mientras su cuerpo se desnudaba tristemente. Un sonido lejano empezó a ensordecer mis oídos, poco a poco el sonido cantador me ahuyentaba del acto, así como ya lo había hecho Diego que hace unos minutos había corrido, desapareciendo y dejándome solo en la escena de venganza. Las sirenas policiales cada vez se acercaban más y decidí arrancar el medicamento de las manos sucias del hombre sin aliento.
La cajetilla se me había acabado, compré un cigarro a un vendedor ambulante y aspiré fuertemente, deseaba acabármelo en un solo instante, las cenizas del cigarro caían al ritmo de mi mano y de mi cuerpo tembloroso. Al acabarlo dirigí la mirada hacia mi otra mano para dar el grito de victoria, pero lo único que encontré fue un pegamento, un estúpido pegamento con el que se drogaba el indigente.
Resignado, fui con Fito, Diego llegó inoportuno pero traía una botella de aguardiente en las manos, simplemente se me olvidó la molestia. Trago a trago mi cuerpo se embriagaba más. Fito fastidiaba mi existencia, el gato no paraba de maullar y ya se me agotaban las ideas de su vehemencia. > balbuceó Diego. Me “cagué” de la risa, Diego calentó una cuchara en el sartén y escupió en ella para confirmar el ardor en el que se encontraba. Me pasó la cuchara y engañó al felino con un pedazo de carne, lo cogió agresivamente por las extremidades pero sin hacerle daño; mientras tanto yo jugaba con sus bigotes y acercaba mi cara a él al mismo tiempo que mi mano con la cuchara a sus negros ojos. Sus retinas parecían derretirse inmediatamente con la presión que yo ejercía sobre la cuchara, un gran chillido dejó un eco incesante en mis oídos impedidos, el gato se retorcía infernalmente.
Desperté aturdido y “enguayabado” por el alcohol, Diego ya no estaba. Desayuné un cigarro y se me hizo extraño no escuchar a Fito, lo busque por todo el apartamento pero no lo vi, me exasperé. Llamé a Diego. Estuvimos buscando una, dos y tres veces más, mi apartamento se hallaba revolcado y no estaba dispuesto a poner orden en ese lugar. Me acerqué a la ventana y detrás del sillón vi unas gotas de sangre, allí reposaba Fito, parecía moribundo. Lo alcé e inmediatamente vi sus ojos carbonizados, azarado lo solté y cayó al suelo, se echó a correr estrellándose contra todo el alboroto. Aledaña al sillón encontré la cuchara con las pruebas de la injusticia. El gato no tiene más opción de vida, pensé. Proseguí con el acto atroz. Abracé a Fito y lo senté sobre mis piernas, le consentí la cabeza aunque él permanecía arisco inculcándome la culpa de los hechos; subí las manos del crimen hasta su garganta y estrangulé decididamente mientras mis lágrimas expresaban la partida trágica del felino incondicional, su último suspiro fue un gran estruendo para mí, para saber que mi vida era una mierda y solamente para confirmarlo decidí preguntarle a Diego. Me dijo que pensaba lo mismo.
Sabía que tenía razón, prácticamente pensábamos igual, él me apoyaba en mis actos e ideas, no tenía fundamento alguno para enfurecerme. Cogí una bolsa negra y enrollé a Fito en ella. Caminamos por el hermoso centro de Bogotá, el frío congelaba mis cachetes y el sereno, mezclado con la lluvia, roseaba mi cabello humedeciéndolo un poco. Nos alejamos de las vías principales entrando en un terreno montuno; allí, con mis propias manos, arañé el fango, sentía cómo pequeñas partículas de tierra se incrustaban en la profundidad de mis uñas.
Finalmente, cuando el hoyo fue del tamaño perfecto, puse el costal negro dentro, salpiqué un poco de fango y me fui, dejando que el viento y la lluvia le dieran cualquier forma.
Caminamos sin palabras, sin lamentos, admiramos la ciudad y los transmilenios que pasaban fugazmente por su único carril, el movimiento citadino de las diez de la noche se sentía solitario. Subimos el puente que cruzaba la larga Caracas; las putas nos veían a lo lejos y nos saludaban para que fuéramos por un beso o algo más. Nos sentamos en la baranda del puente, dejando caer nuestros pies hacia el único carril en el que transitaba el transporte público más ineficaz. Le hablé a Diego de la libertad, del sistema que tanto nos adapta a las reglas, que tanto nos corrompe y no nos deja respirar, vivir o ser felices. Ese sistema que tiene tanta demencia y tantos dementes. Me sentí inconforme y grité al viento fuertemente sin que alguien me escuchara, sin lograr algún cambio, sin ninguna atención. Me paré sobre la baranda manteniendo el equilibrio y vi a Diego debajo de mí, justo abajo en el carril del transmilenio, con los brazos abiertos pidiendo libertad.
Abajo todo parecía diferente, Diego bailaba sobre los charcos que se formaban en los enormes huecos de asfalto, la lluvia era más intensa y el granizo que caía contra cualquier superficie metálica creaba un compás musical. Los colores de las luces se desvanecían ante mí, no hacían falta las estrellas para sentirme feliz, una luz penetrante se acercaba cada vez más, brinqué fuertemente cayendo sobre Diego, la luz nos atrapó pero nos liberó enseguida.
Una sonrisa de felicidad quedó postrada en su rostro para nunca más irse.