Max amaba a una planta extraña. Tenía gran afición por los vegetales en general; sin embargo, prefería, de entre todos, al que él mismo logró dar vida tras curiosas hibridaciones experimentales. Era una mezcla orgánica compuesta con injertos de gramíneas, dicotiledóneas y cactáceas, así como por partes criptógamas y fanerógamas. Desafiando a la naturaleza, Max había podido reunir: esporas, estambres y pistilos en un mismo organismo. Logró además que a su creación le brotaran espinas y, a la vez, hojas y flores de variados colores. La apodaba Frankenstógama, cariñosamente; su nombre era Sol. La bautizó así debido a la imagen luminosa que se asocia de manera inevitable con esa palabra y el carácter musical del monosílabo.
Es aún más difícil creer la exitosa mezcolanza herbaria si se atiende que Max no era un botánico profesional sino músico: un excelente flautista. Sus grandes ojos glaucos resplandecían cuando se ufanaba de haber demostrado que las hierbas gustan de la música y que este elemento no es sólo favorable sino imprescindible para el buen crecimiento de los vegetales. Esa era la razón por la cual Sol podía vivir, decía Max. Afirmaba que el método empleado era de su invención y lo llamó “melogénesis”.
Pensó que a fin de dar utilidad científica de este procedimiento debía fijarse un perfil musical idóneo, una melodía precisa. Con ese propósito trabajó durante mucho tiempo en hallar la música adecuada.
Ya casi tenía lista la partitura ideal cuando un vecino nuevo vino a dar al traste con todo. Max vivía en un condominio pequeño en el que los ruidos vecinales se confundían entre una vivienda y otra. El nuevo inquilino resultó ser el baterista de un grupo de rock. La intensidad de los ruidos que aquel hacía sólo era superada por la magnitud del escándalo que causaba la banda completa cuando se juntaba a tocar. Eso le había ocasionado problemas a la planta y su salud estaba afectada de modo evidente. La hipótesis de Max se reafirmaba: su creación resentía la disonancia y las agresiones atónicas y arrítmicas de los rockeros. Tras una semana pudo ver que Sol comenzaba a marchitarse.
Una tarde, durante un ensayo de su vecino molesto, Max decidió visitarlo y exigirle un poco de silencio. Llamó y llamó a la puerta con golpecitos que, ante la indiferencia de quienes ahí se encontraban, se fueron convirtiendo en guantazos y patadas. Únicamente así salieron los rockeros, pero Max no pudo dialogar con ellos; al ver que aporreaba la puerta y que estaba enloquecido lanzando golpes y palabrotas, los ruidosos le propinaron una golpiza que lo dejó inconsciente y lo mandó al hospital.
Yo había sido compañero de Max en la Academia Nacional de Música; ahí nos hicimos amigos. La última vez que lo vi en pie me había contado de sus experimentos y de Sol. Me puso al tanto de sus éxitos botanicomusicales y de su vecino molesto, así que cuando su familia me avisó del problema no me costó trabajo comprender la historia y presentir el fin de la planta extraña. Ésta, enferma y sin los cuidados de su creador, murió sin remedio alguno. Tras sepultarla, según Max hubiese dispuesto, cogí las partituras a las que mi amigo le había dedicado tanto tiempo e hice una adaptación para violín, el instrumento que toco. Visité en el hospital a Max y obtuve autorización clínica con el fin de que me permitieran interpretar la melodía que él mismo había compuesto, convencido de que esto podría estimularlo y ayudarle a salir de su inconsciencia.
—Si quiere tocar, hágalo, aunque será inútil: Max se encuentra en estado vegetativo, es poco menos que una planta; ni Paganini podría animarlo —me dijo el médico a cargo.
Toqué una sesión de melogénesis y me marché.
A la semana siguiente el mismo médico me prohibió tocar el violín. Dijo que después de mi visita anterior Max había sufrido alteraciones irreversibles: su piel se tornó verde y los dedos de sus pies y de sus manos comenzaron a desfigurarse, alargándose en forma de ramificaciones y de raíces, resultado de una excepcionalísima —el superlativo es del médico— artritis; los vellos de todo su cuerpo se volvieron espinas y su piel se cubrió de manchitas similares a las esporas.
Los médicos no comprendieron esta reacción y comenzaron a suministrar fuertes dosis de medicamentos que el cuerpo de Max no resistió: mi amigo murió una semana más tarde.
Tras sepultarlo, del barro de su tumba fue creciendo una inmensa planta que se ha convertido en árbol. Es grande, saludable y generoso, ofrece una sombra refrescante que atrae a quienes visitan el camposanto; se mece con gracia como si fuera capaz de bailar cuando voy a darle conciertos de violín.
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