El siguiente cuento sobre la muerte y la belleza es un recordatorio de que a veces el miedo y los tabúes pueden ser opacados con una simple expresión llena de paz.
En ocasiones veo muertos, entro a una casa funeraria y los veo. Me gusta, no sé por qué, ni sé por qué pienso en esto mientras camino por la calle. Tal vez porque más adelante, en la esquina de Flores y la Sexta, hay una funeraria, La Última Morada —ni idea cuál sea La Primera Morada, seguro que Google tiene una respuesta para eso, tiene una respuesta para todo. Pienso en que me gusta ver muertos porque tengo ganas de ver uno ahorita.
Flores y la Sexta. Pasé por esta esquina una vez con una novia, hace mucho tiempo, antes de darme cuenta del gusto que le tengo a los muertos, a verlos. —Ni de reses me metería con un muerto, no son para comerlos ni para jugar con ellos. —Creo que íbamos al teatro Colón, o al Robledo Gómez… No, el Gómez queda más al sur. Sí, íbamos al Colón, a ver una obra de teatro, seguro. Después de eso, a los pocos días, ella me dejó. Nunca supe la razón, tal vez veía algo en mí que yo aún desconocía.
Impresionante, qué buena luz tienen acá en La Última: blanca, intensa aunque indirecta. La luz sale de detrás de un muro o por un lado del techo y alcanza a iluminarlo todo. Qué bonito. Quisiera que fueran así todas las luces de mi casa, que no se vieran los bombillos ni las lámparas, siento que le da un toque de elegancia a los espacios, como de hotel de cinco estrellas. Tampoco es que quiera vivir en un hotel, claro, pero me gusta cómo se ve.
Entro a la Sala de Velación IV, la única con gente, por ende la única con un muerto, y me siento al lado de una viejilla que me recuerda a mi abuela muerta, qué belleza de imágen, la viejita dentro de su cajón, tranquila. Ella fue mi primer muerto. El primero que vi, pues, yo no la maté ni nada. Mi mamá pensó que me daría miedo verla, yo era aún muy chico, pero no, lo que me daba era una curiosidad tremenda. Y cuando la vi me di cuenta de lo hermosa y tranquila que era la muerte. La abuela había pasado muchas dificultades durante su vida, manteniendo a la familia hasta el final, soportando los achaques de la edad, la artritis, la ceguera, pero aunque sus dedos estaban tan deformes como cuando estaba viva, se veía que ya no le dolían. Estaba en paz.
Espero un rato junto a la viejita, que me recuerda a la abuela Inés, viendo a todos los asistentes, los lúgubres rostros que rodean el féretro. La verdad es que también me gusta verlos a ellos, justifican el escenario y la situación. Si no nos pusiéramos tristes con la muerte, no existirían los rituales fúnebres. Imagina que no nos importaran los muertos, que los tiráramos a la basura y nos olvidáramos de ellos. ¿Entonces yo qué haría? Me tocaría buscar entre los basureros de la ciudad a ver dónde me encuentro a un muerto para sacarle una foto y vámonos, con los desechos orgánicos hasta el basurero municipal. Con lo difícil que es, de por sí, separar la basura. A veces no sé si tal o cual residuo es orgánico o inorgánico. Lo paso peor en los cines: el vaso es de cartón pero la tapa y el popote son plásticos; los nachos que sobraron son de maíz pero la charola en la que vienen es plástica; pura confusión. A veces siento que estoy más tiempo separando la basura que viendo la peli.
Por fin termina el desfile de rosarios y padres nuestros frente al féretro. Todos toman asiento y se beben un café acompañado de susurros, suspiros y galletitas. A mi lado, la viejita comienza a verme de manera extraña, creo que se ha dado cuenta de que no pertenezco a su clan. Entonces me pongo de pie y me paro frente al muerto. Qué guapo. Saco el celular del bolsillo izquierdo de mis pantalones y pongo mis manos muy juntas cerca del pecho, como si estuviera rezando. Agacho la cabeza, miro de reojo a mi alrededor y activo la cámara. El féretro está levantado por la parte de la cabeza, como exhibiendo al muerto. Me parece extraño, pero el encuadre es hermoso, lo pongo en medio de la pantalla del celular, enfoco al rostro del viejo y con el índice derecho golpeo suavemente la pantalla para obturar. Y se dispara el flash.
Todo iba tan bien. Entonces siento cómo una mano se posa suavemente en mi hombro. Eso es lo único bueno de las funerarias, la gente, por lo general, está tranquila. Aunque me he topado con cada loco. En un par de ocasiones he salido con un ojo morado y una vez con una costilla rota. La gente no entiende la belleza que encuentro en los muertos y se molestan de que me asome a verlos y a tomarles fotos. Además, nunca sé cuándo me van a dar ganas de ver un muerto, y por eso nunca llevo la vestimenta apropiada, es por eso que me pillan, ¿qué hace un tipo con pantalones de mezclilla y chamarra roja en una funeraria? Unos me piden cortésmente que me retire, otros sólo me miran como si el muerto fuera yo y me hacen a un lado, y los menos, se encolerizan y me golpean.
La mano sigue en mi hombro, me doy la vuelta, pálido del susto, como el muerto, y veo a la misma viejilla que hace un rato se sentaba junto a mí.
—Gracias por venir señor —me dice—, ahora una conmigo, por favor.
Sin decir más, va y se para junto al muerto, apoya la mano izquierda en el cajón, y coloca el brazo derecho en jarra sobre la cintura y sonríe. Me quedo helado, miro a mi alrededor y todos nos observan atentos, algunos sonrientes. La vieja estira la mano que descansaba en la cintura, como ofreciéndome un caramelo, y la mueve un par de veces hacia arriba en movimientos cortos, animándome. Pero animándome a qué. Yo la miro, veo el celular y la vuelvo a mirar. “Sí, sí”, dice la vieja, “empiece”. Quiere que le tome una foto junto al muerto. La encuadro en la pantalla, el muerto sobre la línea que divide al segundo del último tercio de la imagen, dejando a la vieja justo en la mitad, sonrío: es perfecta. “Otra, otra”, me dice después de que disparo por segunda vez el flash. Ahora hace una pose que seguro se robó de la última Vogue, cruza el brazo derecho por debajo de su pecho, sobre el estómago, y esconde la mano debajo del codo izquierdo; el antebrazo y la mano izquierda se quedan arriba, la mano en una posición como si estuviera atrapando la lluvia. Hermosa. Me pide ver las fotos, sonríe, le encantan.
—Ahora tú Martina —le dice a la que parece ser su hija, una señorona, elegante, de cincuenta y tantos, que porta un enorme par de gafas oscuras a la Jackie Onassis.
No queda una persona en la sala de velación sin posar junto a Julito, así llaman los familiares al muerto. Incluso yo, ya entrado en confianza, voy y me tomo una selfie con él. Qué gran noche. La nieta de Julito me da las poses más sensuales de la sesión, también me da su correo electrónico y una sonrisa coqueta, quedamos en que esa misma noche le envío las fotografías y me marcho.
Ya en la calle, veo que un joven sudoroso que se acerca corriendo a la funeraria, lleva cruzado por el pecho un maletín que dice Canon en letras blancas y enormes. Ahora cualquiera con una cámara reflex se cree fotógrafo.
—¿Sala cuatro? —le pregunto.
—Sí, se me ha hecho tarde.
Me marcho sin decirle nada y me preguntó cómo habrá conseguido ese trabajo. En el siglo XIX los muertos eran los modelos perfectos, las cámaras se tardaban tanto tiempo en tomar una fotografía que los vivos siempre salían movidos, pero los muertos no, por eso se puso de moda fotografiarlos. Ojalá encontremos un pretexto para volver a esa moda. Sería mi trabajo perfecto.
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Algunos grandes poetas mexicanos han escrito sobre la muerte. Si te interesa conocer sus obras, te recomendamos leer a Jaime Sabines y al joven escritor Gerardo Arana.