Cuento para entender el amor al arte y el arte del amor

Cuento para entender el amor al arte y el arte del amor

Cuento para entender el amor al arte y el arte del amor

Para los artistas, la relación con las musas siempre es complicada. Elisenda Romano nos presenta un cuento de amor al arte.

MI MUSA

Odiaba tener que reprocharle que volviera a su pose inicial, pero su musa se distraía con demasiada facilidad y, en sus despistes, cambiaba la expresión de su retrato, una obra que llevaba semanas pintando, un cuadro que dejaba plasmada la sensualidad y belleza femenina que su amiga poseía. A pesar de que le había llevado tiempo convencerla, parecía haber recreado a la gemela de la chica.

Al principio a esta no le agradó la idea, pues, como era de esperar, le daba vergüenza estar durante horas desnuda para que la artista la dibujase. Ella estaba acostumbrada a lo contrario, a que sus amigas le pidiesen un retrato. En el caso de su íntima amiga, casi tuvo que suplicarle, y aunque la consiguió persuadir, se vio obligada a renunciar al desnudo integral tipo Venus, por uno más recatado. Y al final, el reflejo de su esfuerzo estaba quedando plasmado en aquel cuadro casi completo, que una vez más, al contemplarlo, le parecía casi perfecto.

A su musa aquella experiencia le comenzaba a pasar factura, pues le dolían los brazos y la espalda de lo incómoda que se encontraba al estar acostada en aquel diván. Además, la desquiciaba el calor pegajoso que había en el estudio y aquel nauseabundo hedor a aguarrás que inundaba cada centímetro de la estancia y que resultaba tan penetrante que podía seguir oliéndolo incluso fuera del estudio. Aunque, sin duda alguna, el calor, casi asfixiante, era lo peor de todos los peros, porque la volvía sudorosa, y provocaba que la insolente sábana blanca se le adhiriese a la piel, le envolviese la rodilla flexionada, cruzase su muslo izquierdo, para terminar sobre la alfombra que cubría el parqué.

Como pintora se había habituado a tratar las telas, sabía cómo añadir sombras y luces, donde dar volumen y cómo. Sin embargo, para su sorpresa, por alguna extraña razón, no conseguía plasmar en el lienzo aquella zona de entre sus muslos y siempre que lo intentaba se quedaba dando pinceladas en la ingle, para luego contemplar a su modelo, con dedicación, con casi una malsana obsesión. Si esta la viese y se diese cuenta de qué observaba con aquella expresión de depravada, mezcla de frustración y vergüenza, se replantearía seguir posando para ella. 

Un día más, se estaba repitiendo la misma situación. Ella le observaba mientras se mordía los labios y su modelo, ajena al conflicto de la artista, contemplaba la lluvia empapar los cristales.

    —Son más de las doce —soltó la joven, todavía mirando el cristal con los ojos casi cerrados por el cansancio. Pero la pintora se encontraba absorta con la pintura.

Después de un tiempo contemplando, apartó la mirada con rabia y se fijó en ella, para encontrarse con una postura diferente, mucho menos clásica que la primera y más casual. Era como si reposase perezosa entre las sábanas de aquel diván que se había convertido en su lecho de amor. Se encontraba con la cabeza apoyada en el reposa brazos, esbozando una expresión de cansancio debido al agotamiento físico tras las horas de pasión anteriores, y sus ojos, aquellos ojos marrones miraban a la ventana, ¡no!, no miraban la ventana, observaban ensimismados a la persona a la cual se había entregado. La pierna que antes se encontraba flexionada, ahora se hallaba cubierta por la tela blanca y la otra apoyada en la alfombra. Un segundo más tarde, la gota que colmó el vaso se presentó ante ella envuelto en un simple gesto como fue estirarse, pasando sus brazos por detrás de la cabeza.

 La artista, en un acto de euforia, apartó el lienzo del caballete, que le había llevado casi dos meses de trabajo, para tirarlo al suelo produciendo un sonido estrepitoso, que sobresaltó a la muchacha, quien la miró con casi miedo, pues la pintora, de pie, con un pincel en la mano y la paleta en la otra le contemplaba embriagada.

Dejó la paleta, sujetando todavía el pincel en la derecha, y señalando a su musa con expresión alterada, le gritó que no se moviera. Le hizo caso por lo atónita que se encontraba. Luego anduvo hacia ella, y aquello sí que le dio miedo. En un abrir y cerrar de ojos la tela que le cubría desapareció, sintiendo el frío recorrerle sus piernas.

Cuando tuvo la sábana en sus manos, la miró todavía más histérica, advirtiéndole que no moviese ni un músculo. La joven solo podía observarla y coger aire a bocanadas. La artista se dirigió a la parte trasera del estudió, allí donde se encontraba el atrezo, las pinturas y los lienzos. En cuestión de minutos volvió hacia ella, le sustituyó la sosa sábana blanca por una de color azul aciano, de una tela que se le ceñía al cuerpo muchísimo más. Después volvió al caballete a zancadas, no sin antes golpear de una patada el trabajo anterior. Tras colocar el lienzo en horizontal, volvió a pintarla desde el principio y sustituyó la vulgar figura de una muchacha cualquiera por la de la diosa Afrodita, que una noche de lluvia, se le manifestó a una simple estudiante de la Facultad de Bellas Artes.

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