Te compartimos un cuento de Andrea Monroy:
Estaba sentada junto al ventanal de mi cuarto mientras doblaba ropa, pieza por pieza, como mi mamá decía que las mujeres lo debían hacer, que porque a los maridos les gusta de esa manera. No sé si mi mamá tenía razón, pero la fórmula no funcionó; después de mi divorcio me convencí de que no.
Yo tenía pretendientes a montones, no sé por qué, si mi estatura pequeñita y mi cuerpo menudo eran los menos atractivos, aunque creo que mis copas 36 C era lo que en realidad llamaba la atención. Antes vivía con mis padres y mis seis hermanos, en una casa con detalles en color rojo y una escalera de caracol negra. Mi rutina era como la de cualquiera: de la escuela a mi casa y viceversa; no tenía tiempo de pensar en el amor, con tanto pañal ajeno que cambiar y con unos cuantos biberones hirviendo, mi cabeza explotaba, pero siempre que me sentaba afuera de mi salón me llegaban recaditos de muchos niños que decían que yo era bonita, y que mi sonrisa parecía pintadita a mano. Los halagos hacían que mis ojos brillaran mientras realizaba mis deberes; me alegraba asistir a la escuela.
Una vez fui a la feria con dos de mis hermanos, y mientras ellos se comían un algodón de azúcar, se me acercó un tipo de complexión alta, con ojos de color aceituna y unos chinitos bien recortados. Preguntó mi nombre y si me quería subir a la rueda de la fortuna; acepté y el tiempo se detuvo. No me acuerdo si en sus ojos o si de verdad se detuvo.
Poco a poco me llevaba bolsas de cartón con dulces, de esos que tenías que chupar por horas para que se derritieran, o me regalaba bolsas de peras cortadas del árbol de mi vecina. Él comenzó a colarse a la casa por la azotea, pues por las noches limpiaba las sábanas porque nos daba vergüenza que nos vieran con las telas teñidas de rojo.
Él me chiflaba y yo me asomaba, rápido bajaba a abrir la puerta con cualquier pretexto, porque si mi mamá se enteraba, me arrancaba el cabello. Por suerte, un día se le ocurrió decirme que me fuera a vivir con él, que tendríamos una casa grandota y que ya no me iba a preocupar por nada. Como yo estaba bien enamorada, caí redondita y le dije que sí, pero antes que les pidiera permiso a mis papás, para que todo fuera legal.
Después de la boda tan bonita, se me ocurrió embarazarme, de ahí no paré hasta que junté cinco hijos: tres mujeres y dos hombres. La casa estaba llena de ruido, la comida tenía que estar a las dos y la merienda a las seis, sino el señor de la casa se enojaba. La ropa doblada, planchada y colgada, los niños bañados, comidos y con la tarea hecha. El refri lleno, la estufa bien limpia y los trastes ordenados. Todo para tenerlo contento.
Un día él llegó a la casa con la camisa manchada de un labial cobrizo, y pensé que no podría ser mío, pues yo sólo usaba crema. Esa noche le reclamé, me empujó y me tiró en un rincón, no sé cómo aguanté eso. Poco a poco junté dinero, tres de mis hijos ya trabajaban y por fin podía deshacerme de él.
Así que lo esperé un sábado bien arreglada con mis zapatos nuevos, le serví la comida a la hora exacta y despacito le dije que se largará de mi casa, que su ropa ya estaba acomodada y que podía irse, le pedí que por favor no le diera detalles a nadie y que yo no le diría a sus hijos de sus engaños y abusos, así fue el trato para ser justos.
Hoy tengo 68 y sólo doblo ropa para mí.
**
Descubre quién fue la escritora que desapareció 11 días y nadie pudo explicarlo sino hasta 80 años después, una historia impactante que debes leer aquí.
**
Las fotografías que acompañan al texto pertenecen a Enzo Iriarte.