Cuando era niño conocí el miedo al reflejarme en el cristal de una ventana. Debido a peculiaridades de iluminación, el efecto visual me convenció de que alguien más había aparecido frente a mí, del otro lado del vidrio. Es cierto que soy feo, sin embargo el susto vino no por rechazo estético sino a causa de una sorpresiva conciencia de no ser el único presente esa noche que, creyendo estar solo, intenté espiar la calle. El recuerdo sigue vívido, pero, ya se sabe, recordar es recrear y representar, así que probablemente evoque algo muy distinto a lo que en verdad ocurrió. Néstor A. Braunstein, (doctor en medicina, psiquiatría y psicoanálisis) sostiene: “La memoria no quiere saber del recuerdo que asusta o estorba” y, desde esa lógica, pone a prueba un “insólito dictum de Julio Cortázar: ‘La memoria empieza en el terror”.
Esta aparente contradicción no es tal, pues el mismo Braunstein explica en Memoria y Espanto o el recuerdo de la infancia (Siglo XXI, 2008): “La memoria es un trabajo de la imaginación”. Los griegos, añade, llamaban “fantasía” a la “imaginación”. Entonces el terror está en lo que se imagina, con lo que se fantasea. Borges relataba que de pequeño le aterraban los espejos “sentía el temor de que esas imágenes no correspondían exactamente a mí y de lo terrible que sería verme distinto en alguna de ellas…”. De nuevo, un caso en el que la imaginación generar temor y, sin duda, fascinación.
El mismo Borges, ya mayor, se preguntaba, ¿cómo explicar “el hecho común y a la vez misterioso” de que durante el primer acercamiento de un niño a los animales del zoológico, “a ese espectáculo, que podría alarmarlo u horrorizarlo”, le guste? El cuestionamiento lo hace en el prólogo de su Manual de zoología fantástica (escrito al alimón con Margarita Guerrero) y le sirve para pasar “del jardín zoológico de la realidad al jardín zoológico de las mitologías; al jardín cuya fauna no es de leones sino de esfinges y de grifos y de centauros”, a ese espacio lleno de monstruos temibles y asombrosos. La imaginación siempre interviene en aquello que más nos seduce: memorias, asombros, fantasías; la gente no sólo paga hoy un boleto de cine con el fin de ver monstruosidades debido a cierta neurosis contemporánea, siempre se ha acompañado por seres y hechos extraordinarios: centauros, quimeras, esfinges, grifos, arpías, sirenas, tritones, basiliscos, dragones y demonios son una porción de lo que el arte ha plasmado desde hace miles de años. En Mesopotamia había “hombres bote”, hace 50 siglos; los fenicios tenían a Dagon, un dios pez; Esquiapodo es un ser que se resguarda con la sombra de su único y gran pie; Lamia, la bruja griega que come niños, es una de las figuras más horripilantes de las que pueda tenerse memoria. Y qué decir de los demonios; acaso el que más me aterre sea el que se observa en el cuadro “El pecado original” (1470) de Hugo van der Goes, junto a Adán y Eva. El pintor Francisco de Goya plasmó en un grabado de 1799, que “El sueño de la razón produce monstruos” y nadie parece oponerse a la afirmación. Será que los monstruos son nuestro reflejo deformado y por ello nos fascinan. ***

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