Nueces tus ojos

¡Cuán libre me sentía yo aquella mañana! Amaneció gris. El sol no aparecía. Llovía y llovería el resto del día, cada vez más fuerte. No hacía mucho que empezaba el día, y, aunque ya llevaba largo rato despierto, recién había salido a ver cómo rompían las olas. Antes había estado deambulando por la casa, tratando

Nueces tus ojos

¡Cuán libre me sentía yo aquella mañana! Amaneció gris. El sol no aparecía. Llovía y llovería el resto del día, cada vez más fuerte. No hacía mucho que empezaba el día, y, aunque ya llevaba largo rato despierto, recién había salido a ver cómo rompían las olas.

Antes había estado deambulando por la casa, tratando de controlar que los ruidos de mis pasos con las tablas de madera no despertaran a Mamá. La casa, vieja, tenía muchos años ahí montada, a orillas de la playa. Era como una vieja cabañita, con su techito de paja y toda envuelta en tablones de madera, aunque más grande. Era la única casa que seguía ahí después de lo sucedido. Habían pasado muchos años, entonces yo tan sólo era un niño. Pero esa mañana no, ya estaba yo más grandecito, empezaban a salirme los pelos por todo el cuerpo, aunque todavía no crecía lo que llegaría a crecer después, más tarde, ese mismo día. 

No recuerdo bien por qué no podía dormir, a veces siento que porque pensaba en Papá. Aunque tenía tiempo que había marchado todavía lo extrañaba. A menudo pensaba en él. En cómo sería si jamás hubiera tenido que partir. Pero no creo que haya sido por eso. Era ya un poco más grande. Era, quizás, hasta un adulto. Pudiera ser que sencillamente hubiera cenado de más y esto me impidiera ir a la cama. Mamá, en cambio, era de esas que caían rendidas a las ocho o nueve, todavía con el televisor encendido para luego pararse por ahí de las dos o tres de mañana y apagarlo junto con sus luces. Pero esa noche no. Esa noche, mientras deambulaba, yo mismo le apagaría las luces y bajaría el volumen del televisor, aunque no lo haría por completo, porque la diferencia de sonidos la levantaría y empezaría a preguntarme qué hacía despierto y todo eso.

Ya estaba en edad de dormirme a la hora que se me antojara, pero ella me lo negaba. Quizá porque eso la hacía sentir vieja, que envejecía, y que no lo dejaría de hacer.

   Mi Madre… ¡qué sueño tan ligero tenía! Había veces que despertaba con el puro sentir de mis pasos en el piso, otras veces le bastaba con el puro sentir de mi mirada, y otras más se despertaba cuando automáticamente se subía el volumen en alguno de sus programas al empezar los comerciales, o al accidentalmente presionar uno de los botones al estarse rodando por la cama.

Bueno, como decía, la mañana era gris, viento fuerte, una brisa que no se sabe si es la lluvia o el mar que azota con tremenda fuerza. Podía ver todavía la casa a lo lejos, detrás de mí. Y a mi Madre, aunque no pudiera verla, la imaginaba en su camisón todavía durmiendo, en su cama al lado de la ventana. No hacía mucho eso de ir a la orilla del mar en la madrugada a ver cómo golpeaba, pero esa mañana tenía ganas. Estaba en una especie de pequeña montaña formada por la arena, a unos metros de donde quebraban las olas. Mientras, pensaba con los brazos cruzados. Pensaba en la madrugada en la que partió. Yo todavía era más chico. Era raro, había ratos en los que no pensaba nunca en eso, y ratos en los que no podía dejar de hacerlo. Probablemente eso fue lo que no me dejó dormir. Quién sabe.

Foto ellen kuras - nueces tus ojos
Foto por Ellen Kuras

No puedo decirte cuánto tiempo estuve allí, en mi montañita, por lo mismo que no podía ver si el sol cambiaba o no de posición, y porque no tenía un reloj que me lo indicara. No era mucho de usar reloj, no me gustaba, y normalmente era bueno adivinando la hora. Pudo haber pasado mucho tiempo, varias horas. Muchas, muchas horas. Bueno, quizá no tantas. Como te dije, más tarde empezaría a llover más fuerte, y cuando lo hiciera me iría de regreso a casa. No sé por qué me importó, si ya estaba empapado de todos modos. Creo que fue más bien el frío el que hizo que me regresara. Empecé caminando, pero eventualmente corrí. No quería que Mamá se preocupara de más. Fue inútil. Al llegar vi que todavía dormía. El reloj de su buró marcaba las 16:43.

“¡Qué rápido!”, pensé.

Sí habían pasado muchas horas después de todo. Supuse que despertó antes, y al ver que no estaba, se echó a tomar una siesta otra vez.

   Todo había cambiado desde lo sucedido. Mamá podía no levantarse de la cama incluso por días. Podía llevarle en la mañana el desayuno, y recogerlo igualito a como lo había dejado horas después. Pero yo no siempre cocinaba; nos turnábamos según cómo se sintiera.

Lo primero que hice al llegar fue desnudarme, empezando por el suéter, para bañarme. ¡Al fin, agua caliente! Estuve un buen rato dentro de la tina. Me encantaba eso. En esos días fríos y de lluvia: meterme y quedarme horas en la tina, en el agua hirviendo. De ser posible me quedaría ahí metido para siempre, haciendo nada más que jugar con el agua y el jabón, echando espuma y revolcándome en ella.

Mamá despertó cuando me estaba secando. Antes eso de que me viera desnudo, no hubiera importado. Siempre lo hacía. Se metía al baño a hacer sus cosas mientras yo hacía las mías en la regadera y a ninguno de los dos nos importaba, pero últimamente ambas cosas empezaban a molestarme: el que la tuviera yo que ver mientras hacía lo que tenía que hacer y el que me tuviera ella que ver mientras hacía yo lo que tenía que hacer. No sé por qué, no era algo que no hubiera visto antes, pero el caso es que me irritaba. Empezaba a sentir que necesitaba mi tiempo a solas en el baño.

   Entró al baño y me cubrí de inmediato con la toalla. Ella se molestaba cada que hacía eso. Me repetía lo mismo de siempre: “Hijo, no es nada nuevo, créeme, te he visto ahí dentro un millón de veces”, y continuaba recordándome que desde siempre era ella la que me había bañado, secado y vestido. A mí eso ya no me importaba, ya estaba yo más grandecito y no me gustaba que ella irrumpiera a cada rato mientras estuviera yo adentro.

   Al salir vi que el reloj seguía marcando las 16:43, no pude haberme tardado menos de un minuto, era imposible, claramente había algo mal con ese reloj.

   Mamá preparó, o recalentó, mejor dicho, la comida ese día. Comimos mientras veíamos la tele, nos encantaba eso, ver una buena película de vaqueros mientras comíamos nuestro puré con papas. Se había oscurecido bastante el cielo para el final de la película. Al poco rato se haría de noche. Para las 16:43 ya estaba yo cayéndome de sueño. No tardaba en quedarme dormido en el sofá, pero antes cerré la ventana de junto y prendí la lámpara. Todo parecía seguir normal, como cualquier día. Mamá se llevaría los trastes al fregadero y probablemente los lavaría. Se fumaría uno o dos cigarros frente a la ventana, mirando a lo lejos el mar y la carretera, al terreno llano, reviviendo la escena de lo sucedido aquel día. Después subiría a su cuarto, y medio dormida y medio despierta, vería la televisión hasta las tres o cuatro de la madrugada. Se levantaría a apagar todo para oficialmente poderse dormir.

  Pero no fue así, esa noche Mamá no fumaría ni un cigarro, primero iría conmigo y, medio dormido, me quitaría el pelo de la frente y la besaría lenta y suavemente, después subiría las escaleras y se acostaría. Dejaría el televisor apagado, y se pondría de lado. Cerraría sus ojos irritados, cansados, apagados, y se cubriría con la cobija todo el cuerpo, la cabeza incluida, y así se quedaría, dormida, recordando, soñando, reviviendo la escena de lo sucedido. Así se quedaría, dormida, hasta que el reloj diera las 16:44.

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