En el siguiente cuento de Gothicus, el deseo desbordante de la protagonista le marca un camino donde el sexo y el placer se entretejen con una profunda tristeza y un cruel destino.
NUNCA SUPO CUÁNDO COMENZÓ SU INSACIABLE INSATISFACCIÓN
“Eres ninfómana, eres una loca, una revoltosa”, explotaba la madre de Anna en su contra cada vez que la encontraba en el cuarto con alguno de sus “novios”, quienes se dejaban seducir. “Todos te escuchan, ¿no te da vergüenza?, al menos cobra por lo que haces”. La madre daba media vuelta y corría a otra habitación llena de coraje, pena y con un llanto profundo de esos que duelen en verdad. Anna sonreía apenada pero continuaba, no podía parar. Ese día sólo era un amigo más, en una de esas tardes agitadas en las que no lograba controlar ese ímpetu sexual que dominaba sus pensamientos. Ella cumplía sus satisfacciones extremas en algún hotel del centro de la ciudad, en los que se acostumbraba ver a “las paraditas” trabajando —así se les llamaba a las sexoservidoras en la ciudad. El turismo sexual ha sido una profesión creciente que arrastra a los más necesitados, pero para Anna sólo era la manera más simple y deshinibida de cumplir sus extraños deseos incontrolables.
Nunca supo cuándo comenzó su insaciable insatisfacción. Tuvo una niñez un tanto normal, con amigos, compañeros de clase, juegos de patio; pero con padres ausentes por cuestiones de trabajo. En ocasiones pasaba tiempo en casa de alguna tía o vecina. Siempre sintió una extraña atracción por pasar tiempo con los niños y no con las niñas. Fue un poco más tímida que el resto de sus amigas e incluso bastante penosa entrada su pubertad. En su juventud crecieron los deseos compulsivos que la ponían en situaciones de riesgo que nunca supo medir. En ese entonces comprender por qué sentía un deseo incontrolable —primero por la masturbación y más tarde por encuentros sexuales— era imposible de descifrar. El impulso insaciable por el sexo era inexplicable para ella. Siempre fue tachada de enferma y bipolar por sus amigos, que la hacía mantener distancia entre su círculo social más cercano. Sin embargo, en ella no dejaba de manifestarse un deseo repetitivo que la llevaba a visitar lugares donde podía sentirse libre y “normal”.
Anna, la estudiante que cursaba el primer año de universidad, encontró un lugar donde podía saciar ese deseo sin aflicciones. Por las tardes paseaba semidesnuda en unos de los clubes nocturnos donde se podía ver una abismal diferencia social y económica al entorno en el que ella se desenvolvía como estudiante universitaria. De cuerpo delgado y abdomen marcado, caderas angostas, piernas largas y torneadas, atraía las miradas de los clientes del lugar, quienes buscaban los servicios sexuales que sólo ella ofrecía. Su voz aguda y suave salía de unos labios gruesos y carnosos; sus senos pequeños y firmes se asomaban entre su cabello largo y brillante. Se convirtió en una de las chicas más cotizadas.
No ejercía la prostitución como modo de vida, sólo intentaba cubrir esa obsesión sexual. Sus noches transcurrían entre luces incesantes, cuartos aterciopelados, sillones amplios y curveados. Pasaba horas con hombres o mujeres que susurraban a su oído frases inaudibles, palabras y más palabras, respiraciones entrecortadas y gemidos. Ni siquiera el aliento a cigarro y licor penetrante de algún cliente la distraía de sus placenteros momentos. Sintiéndose penetrada una y otra vez, deseada con ímpetu, el sudor caía por su espalda. En su cuerpo había manos marcadas, rasguños y golpes placenteros. Agitada, siempre agitada, Anna intentaba saciarse por horas sin logralo.
Escapaba de la soledad que la atrapaba, olvidaba su eterna depresión. El sexo llenaba su vida de una manera descomunal. No podía huir de esa necesidad. Pero irremediablemente cada acto de riesgo lleva consecuencias en todo momento. Con el amanecer llegaban las culpas, el llanto, mirarse al espejo y ver su cuerpo magullado, sucio y en ocasiones quemado por colillas de cigarro. Maquillaje corrido, adolorida, sintiendo náuseas y sabores amargos en su boca. No sabía cómo controlar sus acciones, no sabía si podía pedir ayuda. Llegaba a casa para intentar descansar antes de que llegara ese momento del que no podía escapar, una especie de droga a la que no podía negarse. Cambiaba de centro nocturno, experimentaba estar en puntos distintos de la ciudad, pero llegaba siempre al mismo final. Amaneceres con culpa, dolor, asco; psicológicamente desgastada, no pudo poner fin a su forma de vida, se aferró a ella como un escape de salida. No recibió ayuda, no busco explicaciones y sólo fue dejando atrás su verdadera vida. Sin darse cuenta fue explotada, los dueños de la vida nocturna son ingeniosos y saben sacar provecho de las necesidades de la gente vulnerable y Anna mostraba una clara adicción al sexo.
Ya no era tan joven, su pelo lucía opaco, sus ojos cansados y abultados. Sus labios habían perdido la forma y su voz enronquecida la hacía sonar mayor. Ya no paseaba en las noches por los centros nocturnos. Era obligada a trabajar sólo en ciertos sectores de la ciudad. Olvidada y deprimida, encontró una forma de vida en la prostitución. Paseaba por la acera en tacones, medias negras afelpadas, falda corta y maquillaje recargado. Se le veía sentada en alguna banca a las afueras de un hotel en la mañana o en la noche. Ya no escogía a sus clientes o la forma de saciar su extraña adicción. De alguna manera, había quedado atrás su impulso y ahora sólo intentaba vivir en un lugar alejado, en un mundo diferente al que no supo cómo fue que llegó.
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