La única manera de aceptar lo que somos es recordando lo que fuimos:
‘Infancia deleitosa que sonrisas me entrega’
En esta tarde gris, el olor a tierra mojada se me escurre, me lleva a mi infancia, un deleite sin igual.
Aquel patio de los abuelos, escenario admirable, en el que todo el universo cabía; el fantástico barco de piratas que tantas veces navegué a lado de mis hermanos y mis primos, compañeros leales de aventuras. Y las batallas contra las criaturas mitológicas y temibles del océano. Maravillas utópicas, nunca volverán, tan sólo en las memorias, cuando abatidos nos ponemos a recordar.
La abuela Dolores, que en realidad era mi bisabuela, cargaba tantos años, tantas historias, siempre con una sonrisa en su rostro ya cubierto por el paso de los años.
Abuelita Lola, gritaba atravesando aquel pasillo, tanta belleza y sabiduría moraban en ella. Un día me miró con sus hermosos ojos azules fijamente, tomándome con sus suaves y delicadas manos, llenas de manchas y de mapas que marcaban por donde anduvo, aún recuerdo esa mirada profunda. Por unos segundos me miró fijamente y me sonrió, no sé qué tanto quiso decir, empuñó un poco de tierra y marcó mi cara con ella, nunca olvidaré ese momento, lo tengo tan palpable que cierro los ojos y en mi mejilla puedo sentir su mano y esa tierra. Sus ojos contenían un mar entero.
Yo, con cinco años, no pude más que sonreír y continuar el viaje.
Etapa prodigiosa, lo único que me hacia romper en llanto eran las rodillas raspadas por caer del árbol o tropezar al bailar, y el desafío mayor era jugar al resorte y al avioncito sin que las tías me vieran, cómo iba a ser que una niña decente y de buena familia, saltara con vestido, qué iban a decir de mí.
Me daban risa esas palabras y me las echaba por el hombro, pero la tarea era no ser descubierta.
Vida inocente, infancia dichosa, qué ganas de volverla a vivir, qué ganas de brincar en los charcos una tarde lluviosa, con la alegría desbordándome y los nervios del regaño por tener las tobilleras manchadas, infamia imperdonable.
Empeñaría mi alma por unos instantes en aquel patio, por juegos y mundos llenos de curiosidad y de universos desconocidos.
Minutos que parecen insignificantes pero son inmortales en mí, son mi fortaleza, mis alas.
Suspiro dichosa de tener en mi memoria esa infancia deleitosa que sonrisas me entrega aún, aún cada que me atrevo a viajar a ese sitio.
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A veces hay días en los que extrañamos esos momentos de la vida en los que fuimos felices, en los que la nostalgia invade el cuerpo y la única manera de sobreponernos es darle paso al recuerdo, como se aborda en “Lo peor de las despedidas es cuando te quedas con todos los anhelos de una vida perfecta”.
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Las fotografías que acompañan al texto pertenecen a Vivian Maier.