"El hombre que lee debe ser un hombre intensamente vivo.
El libro debe ser como una bola de luz en nuestra mano".
Ezra Pound
Una de las experiencias más gratas que he obtenido como profesor es cambiar constantemente de opinión o respuesta cuando cualquiera de mis alumnos me hace la brillante y fatídica pregunta: ¿para qué sirve la literatura?
Antes, cuando comencé en la docencia, me esforzaba por dar respuestas más altaneras que cualquier coloquio literario. La discusión puede imaginarse bajo aproximaciones al aburrimiento y a la nada.
Después, tras algún tiempo, prefería decir que la literatura servía para humanizarnos, para frustrarnos hasta el hastío y, en algunas ocasiones, para condenarnos voluntariamente hacia el escepticismo y la ansiedad.
Guillermo Fadanelli en su libro "Insolencia. Literatura y Mundo", nos dice que la literatura se conforma con la conversación y es la grata comunión entre el pasado y el presente.
Ese conformismo lo adorna también Guillermo Espinosa Estrada en "La sonrisa de la desilusión", al mencionar que la literatura y la felicidad no se llevan, por ende, las personas felices no escriben.
Bajo estas dos lecturas, mi respuesta ante la pregunta "¿para qué sirve la literatura?" es, por llamarlo así, un accidente. Me parece, poco a poco, que la literatura no es más que un acontecer del lenguaje que es posible desde el pesimismo y conlleva una gran causa, la crítica.
Buscar seres felices para hacer literatura resulta una empresa condenada, infinitamente, a la narrativa del olvido. En la literatura, me parece, el lenguaje se convierte en la extensión de un vació atestado de significado incluso más allá de la plenitud, o de la nebulosa idea de felicidad.
Si para Fadanelli el hombre moderno “vive su vida como un destierro de sí mismo, como un sonámbulo que sufre”, para Espinosa Estrada, los optimistas son sospechosos por sus sectas de la “buena vibra”. No está de más volver a pensar que el acto de la lectura es, por sí mismo, un peligro por su acontecer en el diálogo. Si la escritura es el refugio, el manicomio, el internado, la lectura es, finalmente, el reconocimiento, como dice Fadanelli, en el otro.
La humanización es posible desde la literatura como lo es desde la música u otra disciplina artística; sin embargo, en la literatura la convivencia por el desengaño involucra no sólo la alerta de un presente continuado por ficciones, también uno en el que lo más razonable es dejar de fingirse.
La literatura puede traducirse en un saber perder, no un perder ligado al éxito y al volcán que acompaña ese terreno moroso de la felicidad, sino un perder la estancia del conformismo para criticar y significar, aunque sea generosa o altaneramente la realidad que de manera constante acongoja.
¿Para qué sirve la literatura? Hoy creo que es, finalmente, para liberarnos del hartazgo y suspendernos en la nostalgia de aquello que nunca fue; o, quizá, sea un fracaso bien librado.
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