I
Abrí los ojos y me encontré en un pequeño pueblo de fantasía.
De no haber sido un sueño, seguramente habría cuestionado lo abstracto de su decorado; la falta de precisión geométrica en su arquitectura y sobre todo, el hecho de que en aquel lugar nunca salía el sol y nadie parecía consciente de ello. Quizá no lo habían notado o no les importaba.
La gente deambulaba de aquí a allá sin que nada los perturbara y sin rumbo fijo. Como sonámbulos, ajenos a lo que sucedía a su alrededor.
De no haber sido un sueño, alguien habría notado mi presencia como a la de un intruso.
Caminé hacia lo que parecía una cantina, como aquellas del viejo oeste. Un anciano miraba hacia el horizonte mientras bebía de un tazón de cerveza. Balbuceaba algo que yo no comprendía. Me senté junto a él, miré alrededor y noté que la gente golpeaba su cabeza contra lo que hallaba: postes, paredes, puertas. Quise buscar dolor en sus rostros pero sólo encontré lienzos demacrados. Como si algún pintor enfurecido hubiese salpicado la paleta entera sin siquiera abrir los ojos; como si cualquier expresión de aquellos rostros se hubiera dado por vencida y a falta de propósito se hubiera desvanecido por completo.
–No te asustes muchacho –me dijo el anciano al notar mi preocupación–. Alguna vez hubo rostros, alguna vez hubo alegría y alguna vez hubo sol.
Las palabras del viejo me intrigan ahora, pero en ese momento, por alguna razón, comprendí lo que trataba de decirme.
–Entonces, ¿qué pasó? –le pregunté, y antes de que pudiera contestarme, un estruendo llamó nuestra atención. El escandaloso trotar de un caballo se acercaba veloz y el pueblo entero acudió a su encuentro. Se trataba de un hombre de elegante porte aunque triste semblante, por paradójico que esto suene.
Al descender del caballo, todos los allí presentes se aglomeraron a su alrededor. Y tras un inquietante silencio sacudió la cabeza y todo volvió a la normalidad.
Nuevamente a deambular y golpearse contra los postes.
–No te asustes muchacho –insistió el anciano–, ya vendrá el día. Nada es para siempre.
De no haber sido un sueño, quizás no me habría entristecido tanto en ese momento.
Seguramente habrá sido mi reloj interno el que me hizo sentir que era hora de dormir. Quizás el agotamiento; tal vez la soledad. Como fuese, me recosté en la cama que la costurera me había ofrecido minutos atrás. Cerré los ojos y un sentimiento asfixiante se apoderó de mí. Comencé a sudar frío y a temblar, seguido de un extraño delirio. Sé muy bien que un delirio es por naturaleza extraño, pero por incoherente que pueda parecer, éste en particular era más extraño todavía. Sabía que estaba delirando, sin embargo no alucinaba nada. Sólo la sensación de alucinación, pero sin la alucinación en sí. Como cuando se quiere vomitar algo sin tener nada que vomitar; sólo el mareo y el asco.
II
Salí corriendo de la casa de aquella mujer y llegué hasta donde había encontrado al anciano, quien seguía sentado en el mismo lugar con el mismo tazón de cerveza.
–¿Qué acaso usted nunca duerme? –le pregunté.
–Aquí nadie duerme, muchacho.
–¿Por qué? –insistí.
–Por que ha perdido el significado. Ya de nada vale el esfuerzo. Es mejor hacer guardia y esperar despiertos…
–Hace mucho tiempo –continuó–, cuando se solía poner el sol, nos juntábamos alrededor de la fogata y compartíamos nuestros sueños. Hombres, mujeres, niños y ancianos pasábamos horas relatando todo aquello. Había quien volaba, o quien se recordaba jineteando por el viento; otro aseguraba haber hablado con la montaña mientras las hojas que caían en el otoño caminaban cuesta abajo para morir en el río. ¡Ah, qué tiempos aquellos! Ver la alegría, el miedo y la intriga en sus rostros mientras alguien contaba lo que una noche antes había soñado. Y más aún la emoción que causaba y se reflejaba en sus ojos al saber que en algún momento la fogata se extinguiría, y que sería hora de ir a dormir y soñar de nuevo. Pero aquí la gente ya no puede soñar. Entonces, ¿Para qué dormir?
Los colores que sustituían al rostro de aquel hombre se comenzaron a derramar, dejando tonos grises oscuros. No hacían falta expresiones para que yo supiese que aquello era tristeza en estado puro. Tampoco palabras; y es que lo que el anciano hacía no era hablar, pues no había labios que lo hicieran. Quizás fuese el pensamiento el que se dirigía a mí. No lo sé. De no haber sido un sueño, quizás le hubiera dado importancia.
–Pero, ¿por qué ya no pueden soñar? –indagué.
El viejo se levantó y miró al horizonte…
–Una noche –me contó– mientras hablábamos alrededor del fuego, llegó un misterioso hombre a caballo. Vestía ropas de color rojo y su animal era tan negro como la noche misma. Algo en él hizo que un escalofrío nos recorriera como el viento de invierno al amanecer. Y después de un silencio, que sentimos eterno, se marchó. Esa noche fue que todo cambió. A la mañana siguiente los niños lloraban sin consuelo y los hombres no cazaron más. La costurera ya no remendaba vestidos, el herrero no martillaba y las hachas se oxidaron a falta de uso en casa del leñador. Aquel hombre se había llevado nuestros sueños, dejándonos sólo un oscuro vacio al dormir por la noche. Ya no servía de nada dormir sin poder soñar; dejamos de hacerlo y comenzamos a deambular. Desesperados golpean sus cabezas para ver si es posible exprimir algún sueño rezagado. La alegría, el miedo, la intriga y la emoción dejaron de dibujarse en nuestros rostros y así pues, desaparecieron; se oxidaron. Cuando menos lo esperamos, el sol nos abandonó también; se cansó de darnos los buenos días y no recibir respuesta. Y si no logramos soñar otra vez y no volvemos a dormir nunca, no me extrañaría que la luna hiciera lo mismo algún día. Es por eso que de cuando en cuando los hombres cabalgan en busca de sueños. Recorren las llanuras y los ríos; legua tras legua buscando algo que se le parezca. Y es por eso que no me muevo de aquí: si del horizonte llegó la maldición que así nos tiene, sólo del horizonte llegará la salvación.
De pronto lo comprendí. El delirio que había tenido momentos antes significaba que yo compartiría la misma suerte. Me invadió la desesperación mientras tocaba mi rostro por miedo a que ya no estuviera ahí.
¿Cómo puede ser eso posible? ¿Cómo no puedo soñar, si estoy soñando? ¿Cómo no poder dormir estando dormido?
III
Abrí los ojos y me encontré en mi habitación.
De ser un sueño, probablemente no tendría rostro. Pero me miro al espejo para asegurarme, y allí está. Todo está bien, ¿cierto? Entonces debería sentirme aliviado y no es así.
De ser un sueño quizás lo comprendería. Es mucho más fácil.
En esta realidad, como en aquella, nada tiene sentido. Pero en aquella no importa, simplemente lo aceptas. En esta realidad deambulamos para conseguir miles de cosas y así no tener que soñar en cómo sería tenerlas; en aquella se deambula para poder soñar con tener miles de cosas.
Y es así que me encuentro en esta encrucijada. En esta paradoja onírica en la que miro al cielo con la esperanza de que el sol se oculte, de que la noche caiga y sea hora de dormir para así poder viajar hasta aquel pequeño pueblo de fantasía y esperar sentado, con mi lienzo al horizonte, a que la noche acabe y salga el sol.
Soñando con algún día, volver a soñar.