Ella tenía 6 años, su nombre era Helena, una pequeña nena de labios color cereza y ojos miel; desde que tenía tres años su madre la llevaba donde una enredadera de flores preciosas se envolvía a un puente parisino para mirar cada atardecer de los 365 días del año. Tenían una cámara análoga que cargaban siempre y con la que registraba cada uno de los atardeceres.
Un día mientras despertaba Helena después de una siesta, corrió precipitada a la habitación de su madre para avisarle que era hora de ir a tomar la rutinaria fotografía del atardecer. Pero por la ventana comenzaba a esconderse el sol entre nubes rosadas y pantones naranja… se esfumaba el día.
Mientras buscaba a su madre dentro de la casa encontró una nota pegada en la ventana: “Ahora tienes 9 años de vida, con los cuales quizá te cueste asimilar muchas cosas, sin embargo, yo me quedé todo este tiempo para mostrarte cada pequeño detalle que engloba la belleza y enseñarte a valerte por ti misma”.
Helena con la cara pálida y ojos llorosos corrió al armario y se dio cuenta que todas las pertenencias de su mamá había desaparecido, excepto una cosa: la cámara.
Después de aquello Helena iba todos los días a tomar fotos del atardecer, cuando la nostalgia era demasiada, ella creía que tomando más atardeceres su madre regresaría.
Tapizó los muros de todas las habitaciones de su casa con distintos colores de tardes parisinas, hasta que un día, en su cumpleaños número 13, alguien llamó a la puerta. Era su madre que había vuelto cargando dos maletas repletas de cámaras de todo el mundo que había coleccionado para ella durante su ausencia.
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