A continuación un relato de Omar Valdez que atraviesa los linderos de la ficción y rasga el velo del sueño y la vigilia.
Pesadilla sin sueño
La lluvia golpeaba con fuerza en la ventana, la sombra que me seguía de manera sigilosa se burlaba de mí, los ojos marrones burlescos me penetraban, tomé la maleta que había preparado días atrás y se encontraba escondida debajo del sofá, me calcé las botas de lluvia y me puse el abrigo, una bufanda color naranja y los guantes de piel que descansaban en el buró de madera. Salí por la puerta trasera en compañía del mudo de la noche. Sebastian me estaba volviendo loco, no podía oírle un minuto más.
Anduve por las entrañas de Madrid, bajé por Atocha hasta la estación de trenes y seguí en línea recta hasta Vallecas. Esperé afuera del metro mientras me fumaba un cigarro, sonreí; estaba lejos de Sebastián. Un par de palomas se posaron en la lámpara que estaba por encima de mi cabeza, les vi los ojos color rojo y el pico reluciente; una de ellas estiró el ala hasta mi mano derecha y me sonrió. Terminé mi cigarro y aún indeciso de entrar al metro decidí sacar de mi maleta La borra del café. Releí algunos párrafos que había subrayado con tinta de color azul; sonreí y volvió a descansar en la maleta. Encendí un cigarro más.
Decidí caminar y me encontré por la calle de Miguel Hernandez. Era feliz. Sebastián no se había aparecido a merodear por mi vida, se había alejado, no le necesitaba, me daba náuseas el sólo pensar en él. Llegué hasta el parque de la vía principal y me senté en una banca de color verde, saqué un cigarrillo del bolsillo de mi abrigo y lo encendí. Saqué de mi maleta La borra del café y repasé algunas líneas, sonreí y lo regresé a su sitio.
Anduve hasta el hotel donde planeaba dormir esa noche, a mi arribo me saludó una señorita de cabello rubio y ojos color mar. Le pedí la habitación y me extendió la llave, subí a descansar los pies. Era una habitación muy pequeña, el techo rozaba mi cabeza. Me desnudé, desvestí mi muñeca; me recosté en la cama y estiré los pies. Apagué los ojos y se encendió la imagen, los cabellos malta sobre mí, el olor a flores secas y la piel blanca de su rostro ajado. Estaba sentado en la silla donde minutos antes había dejado mi maleta color gris. Me miraba fijamente, sus ojos eran dos trozos de cristal que me cortaban la mirada, su sonrisa era detestable, se podían ver los dientes amarillos y casi totalmente consumidos por las caries, las uñas de sus dedos eran largas y bañadas en mugre. Me volví latido veloz, salí huyendo sin ropa del hotel. Corrí hasta llegar a la plaza central; la gente me miraba, eran cientos, todos con la cara de Sebastián.
Amanecí en el hotel, no recuerdo como llegué hasta allí pero lo logré.
Por la tarde recibí la visita inesperada del gerente del hotel. Me dijo que la cuenta era cortesía, con la condición de abandonarle antes del anochecer. Me pareció un tipo muy agradable y sincero. Le estreché la mano y le di un abrazo. Empaqué el libro de La borra del café y me puse en marcha hacia la entrada. En el camino dejé algunas miradas de desprecio de los empleados del hotel. Antes de cruzar el umbral de la puerta me volví a ellos y les sonreí; on se reverra, eran gente agradable. Anduve hasta el metro, descendí en la estación Retiro y caminé hasta el parque. Me senté en el pavimento a la orilla del estanque. Un pato nadó hasta mí y se quedó quieto, mirándome fijamente a los ojos, le vi sonreír y se marchó. Le despedí en su idioma.
Me levanté y un terrible chillido de mis tripas me sorprendió. Me doblé. Cuando al fin logré reincorporarme, saqué del bolsillo de mi abrigo un cigarrillo y lo encendí. Tiré la cerilla en el bote más próximo y no pude recordar cuándo fue la última vez que había comido algo. Preocupado por mi falta de memoria, decidí entrar a un local que estaba frente al parque y pedir un Rebay con papas fritas. A Sebastián le gustaban las papas.
Mi relación con él era a lo que la gente le llama tortuosa. Yo siempre le llamé negra. Él era un mandón y malo en el ajedrez, había lastimado a mucha gente. Había llegado una noche de lluvia pidiendo asilo a mi casa y jamás se fue. Era un tipo alto y bien parecido, solía oler a tabaco viejo y a ron.
Tuve una novia llamada Bertha, era muy hermosa, vivía al otro lado de la ciudad, siempre cogía el autobús para irle a ver. Le gustaban los gatos y los pasadores de flores en el pelo. Se divertía con poco y solía posarse en mi pecho a escuchar el compás de mi respirar. Llevábamos algún tiempo saliendo, le había conocido en una feria mientras compraba una pinta con Sebastián. A él jamás le gustó Bertha, decía que tenía los tobillos más gordos que jamás había visto y que olía a vino rancio.
Nunca pude entender por qué le odiaba si ella me hacía feliz. Bertha una noche me regaló un cachorro de labrador, era un perro muy obediente y hermoso. Le llamé Cratos. Esto a Sebastián no le hizo ningún chiste, pues sufría de alergia hacia los perros. Me pidió abandonarle de inmediato y devolverle su perro, decía que me llevaría a la locura y que además había rumores de que un chileno le acariciaba el pelo y le robaba suspiros, ya se les había visto un par de veces por el Café Quito. No quise escucharle, para mí Bertha era una mujer pulcra y hermosa. Incluso le conté que estaba pensando en pedirle matrimoniarse conmigo. No le hizo gracia y me tiró un golpe directo en la nariz y me tumbó de la silla.
La relación entre Sebastián y yo deterioró la mía con Bertha. Tenía certezas de que debía abandonarle o ella se iría. Nunca cedí ante aquella petición mía. Él me necesitaba. Le vi días después en el Café Quetzal. Comía un filete y bebía una copa de vino. Me paré afuera y le sonreí. Le pidió al camarero que me echase del lugar, nunca le entendí. No le vi en un tiempo.
Caminé hasta el hotel donde planeaba hospedarme aquella noche, la recepcionista que me recibió me pareció muy agradable, tenía los labios color carmín y en los ojos sombras de color azul, tenía el cabello color café y en él un pasador como los que usaba Bertha. Se ofreció llevarme hasta la habitación. Así lo hizo. Ya en la habitación saqué La borra del café y leí unos versos. Sonreí y lo deje sobre el buró. Los párpados caían con fuerza, intenté pelear por mantenerme despierto; el cansancio ganó la batalla.
A la mañana siguiente desperté y me enjuagué la cara. Me volví a la cama y encendí el telediario. Una nota roja enlutó mi alma. Se había encontrado a una pareja asesinada junto a su perro, una vecina denunció el mal olor que desprendían sus cuerpos descompuestos. La mujer de nombre Bertha Palacios Franco y su novio chileno Nicanor Rodríguez celebraban su cuarto aniversario cuando habían sido asesinados con un objeto amorfo en apariencia pero bastante pesado. Su perro estaba agonizando cuando llegaron los policías a la escena. Le había enterrado unas tijeras de jardinería en el cuello, se encontró la placa en el suelo con la leyenda:
MI NOMBRE ES CRATOS, SI ME PIERDO DEVUÉLVEME A MI DUEÑO NICANOR: 5514520455210.
Quise ser viento, estar muerto tumbado a lado de ella. En la entrevista que narraba el recuento de los daños el comandante Deveux aseguró tener algunas pistas; una colilla de un cigarrillo, una taza de café y una servilleta con una frase escrita en ella: “A Dios también le gusta que pequemos, siempre que lo hagamos con alegría. Así nos puede perdonar alegremente.”
Apagué el televisor y recé en silencio para que dieran con el culpable. Cerré los ojos y no se apagaron las luces. Vi el rostro de Sebastián como un lamento. Lo supe, era él.
Anduve preocupado hasta la que había sido mi casa, donde sabía que él estaría. Desde la esquina adiviné un par de patrullas que estaban afuera de ella. Una incertidumbre me quemó los pies y deseé que Sebastián estuviera bien. No era la mejor idea ir hasta la casa con las patrullas merodeando por ahí. Decidí irme y volver más tarde. Camino al metro encendí un cigarrillo y palideció el sol. Entré a una taberna y pedí un whisky doble, lo bebí de un sorbo y pedí uno más. Dicen que entre más cargado el trago, más grande era el dolor; por fin lo entendía.
Habían pasado más de dos horas, tenía que ir a ver a Sebastián. Anduve a la casa y me detuve en la esquina a echar un vistazo, las patrullas se habían ido. Me acerque ávidamente por la puerta trasera de mi propia casa, metí la llave de color dorado y la giré a la izquierda, la puerta se abrió como si me hubiera estado esperando. La casa estaba tal y como la había dejado días atrás.
Subí a la habitación de Sebastián y estaba vacía, la cama no estaba, el televisor y la silla donde solía ver el programa de las 10 se habían ido. Sólo estaba una bola de billar dentro de uno de mis calcetines deportivos bañados en sangre. Una espada atravesó mi alma.
Caminé nuevamente a la planta baja y advertí las patrullas afuera de la casa, corrí la persiana y se asomó una camioneta blanca. Un policía se acercó a la puerta y la golpeó con fuerza. Gritó mi nombre y adivinó que estaba del otro lado de la puerta de caoba color azul. Abrí inmediatamente. Le dije que no sabía nada de Sebastián, que se había ido y se había llevado todas sus cosas. El oficial me arrestó y me pidió guardase silencio tumbándome al suelo. Un hombre viejo con bata blanca se hincó y puso una lámpara en mis ojos, tomó mi pulso y me subió a la lechera. Estaba forrada de colchones del mismo color de mi camisa de fuerza. Recuerdo oírme apelar y gritar el nombre de Sebastián.
Se encontró mi sangre por toda la escena del crimen, fui condenado a 20 años de prisión, se redujeron a 5 en el psiquiatra. Un vecino de Bertha declaró que me habían visto merodeando por el vecindario horas antes del crimen, nadie nunca conoció a Sebastián.
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Las imágenes que acompañan al texto pertenecen a Jonatan Travaglia.
Puedes apreciar más de su trabajo fotográfico acá.
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Hay días en los que extrañamos esos momentos de la vida en los que fuimos felices, en los que la nostalgia invade el cuerpo y la única manera de sobreponernos es darle paso al recuerdo, como se aborda en “Lo peor de las despedidas es cuando te quedas con todos los anhelos de una vida perfecta”.