Terminar una relación, en especial si tú no fuiste la de la idea, siempre es difícil. Si no duele el desamor, duele la incertidumbre de no saber el motivo real por el que la relación terminó o bien qué te deparará el futuro. Y después del dolor, se encuentra el enojo.
El enojo y la desazón son el motor de esta poesía con la que te identificarás si aún no superas tu última relación:
Alfredo Espinosa, “Si algún día lees esto…”
Si algún día lees esto, no pienses
que lo escribí pensando en ti
Si otros te codician como yo tu corazón,
si a uno besas como a mí me besabas
y te acomodas sobre su cuerpo como en el mío
no pienses que me encelo todavía
Si en el fondo de tus ojos se ven como yo
me miraba, si entran a tu sexo y borran
el yo estuve aquí que una noche te tatué,
no es mi asunto: nunca pienso en ti
No vacilo ni claudico ni vivo el pasado
me he curado de ti, no te equivoques
Si fumo y no duermo y escucho nuestra música
no vayas a pensar que pienso en ti
Lucía Rivadeneyra, “Dicen”
Dicen que un buen baño
Lo borra todo.
Yo tengo años de bañarme
frotarme
enrojecerme
y no he podido arrancarme
Tus manos.
Francisco Trejo, “El beso”
Miriam,
tus besos me provocan
opulentas humedades,
pero tienen el sabor
de los labios de Judas.
Eduardo Lizalde, “I. Retrato hablado de la fiera”, en El tigre en la casa (fragmento)
3
“Lo he leído, pienso, lo imagino;
existió el amor en otro tiempo.”
Será sin valor ni testimonio.
Rubén Bonifaz Ñuño
Recuerdo que el amor era una blanda furia
no expresable en palabras.
Y mismamente recuerdo
que el amor era una fiera lentísima:
mordía con sus colmillos de azúcar
y endulzaba el muñón al desprender el brazo.
Eso sí lo recuerdo.
Rey de las fieras,
jauría de flores carnívoras, ramo de tigres
era el amor, según recuerdo.
Recuerdo bien que los perros
se asustaban de verme,
que se erizaban de amor todas las perras
de sólo otear la aureola, oler el brillo de mi amor
—como si lo estuviera viendo.
Lo recuerdo casi de memoria:
los muebles de madera
florecían al roce de mi mano,
me seguían como falderos
grandes y magros ríos,
y los árboles —aun no siendo frutales—
daban por dentro resentidos frutos amargos.
Recuerdo muy bien todo eso, amada,
ahora que las abejas
se derrumban a mi alrededor
con el buche cargado de excremento.
4
Que tanto y tanto amor se pudra, oh dioses;
que se pierda
tanto increíble amor.
Que nada quede, amigos,
de esos mares de amor,
de estas verduras pobres de las eras
que las vacas devoran
lamiendo el otro lado del césped,
lanzando a nuestros pastos
las manadas de hidras y langostas
de sus lenguas calientes.
Como si el verde pasto celestial,
el mismo océano, salado como arenque,
hirvieran.
Que tanto y tanto amor
y tanto vuelo entre unos cuerpos
al abordaje apenas de su lecho, se desplome.
Que una sola munición de estaño luminoso,
una bala pequeña,
un perdigón inocuo para un pato,
derrumbe al mismo tiempo todas las bandadas
y desgarre el cielo con sus plumas.
Que el oro mismo estalle sin motivo.
Que un amor capaz de convertir al sapo en rosa
se destroce.
Que tanto y tanto, una vez más, y tanto,
tanto imposible amor inexpresable,
nos vuelva tontos, monos sin sentido.
Que tanto amor queme sus naves
antes de llegar a tierra.
Es esto, dioses, poderosos amigos, perros,
niños, animales domésticos, señores,
lo que duele.
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Catulo, “VIII”, en Algunos poemas a Lesbia
¡Ay, Catulo, deja de hacer simplezas,
y ten lo que está muerto por perdido!
Radiantes soles te brillaban cuando,
en esos días, ibas
allí donde quería la joven,
amada por nosotros como nadie
será amada jamás.
Muchas fiestas celebraste allí entonces,
que tú deseabas y ella no odiaba.
En verdad, lucían soles radiantes.
Ella ya no lo quiere,
no lo quieras tú, débil,
ni persigas a la que huye, ni vivas
miserable: resiste
con tu mente obstinada.
Adiós, muchacha. Catulo aguanta ya,
no te rogará ni pedirá nada.
Mas sufrirás, cuando por nadie seas
rogada. ¡Ay, infame! ¿Qué vida te queda?
¿Quién irá a ti hoy? ¿Quién verá tu belleza?
¿A quién amarás ahora? ¿De quién
se dirá que eres? ¿A quién besarás?
¿A quién morderás los delgados labios?
Pero, ¡tú, Catulo, aguanta firme!
Abel Rubén Romero, “Espectro”
Nadie quiere mirar al hombre que odia,
pero ese soy, toro rajado, herido,
convocado al infierno
por la voz del desengaño.
Nadie lo quiere, nadie lo espera,
pero se me ha llenado la lengua de sangre
y ácida sangre funde mis ojos.
Nadie quiere al hombre odiante
porque escupe flemas de ira,
porque gime y llora entre su furia
y las mañanas se levanta
por ver si a alguien jode su miseria.
Nadie piensa en el odio del amor cuando se entrega,
cuando al alba saluda
postrado ante unos ojos de opio,
cuando monta y amasa una piel hirviente
y siembra un respirar sobre su pecho.
No es sagrado el amor mientras se deja
que nuestra sombra olvide
hasta los propios pasos
y arrastre su oscuro espectro
a los pies de una sombra ajena.
Nadie quiere el amor que odia
(¿acaso hay otro?),
hecho cuando se empeña cada paso
para tocar las puertas de lo eterno
y arrogante en la subida
se mira uno desplomado.
Pero a nadie derrumba lo común
y nadie en ello vuela tanto.
Por eso es que el amor escalda, saca llagas,
nos quema en su mentira y nos congela,
porque es herida tras herida
y en medio de espejismo de lo eterno.
Nadie mira al hombre cuando odia,
porque se piensa ajena su locura,
que nadie beberá de su ponzoña
y desaparecerá rogando oídos
para gritarles su penumbra.
Nadie vuelve a ver al hombre que odia.
Se marcha con las flores
pudríendose en su boca,
se desploma en las aceras,
en los brazos que se apiadan,
y un día, si sus sienes no cedieron
y el tiempo fue clemente en su desgracia,
recoge del estiércol su osamenta
y brotan tras su rastro girasoles.
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Max Rojas, El turno del aullante (fragmento)
I
Lo furioso, lo verdaderamente animal
que me sostiene, lo que me guarda en pie
con el rencor crecido, esto como de hueso,
como de dientes que me muerden
después de haber mascado el polvo,
esto de sangre, esto de grito ahorcado
como un aullido en la garganta,
esto como un muro, como un sollozo
largo de noche sin hogueras, lo animal,
lo verdaderamente bronco que me duele en los ojos.
Dije que el mar es algo así como esa diaria muerte
de mi cuerpo. Hoy me sale lo bronco
y me revuelvo, hoy me sale lo herido
y me desgarro –perdón por esta forma
de amargura, pero es que hoy
de muy dentro me sale lo animal desbocado,
la verdadera furia que me empuja:
esto de maldecir espinas por la boca
lo formalmente triste
lo exactamente amargo como el llanto.
Ahora me vuelvo y me despido y me regreso.
Voy a buscar la sombra entre la sombra,
porque mordí sin tiempo un corazón de niebla,
y lo bronco,
lo verdaderamente animal que me sostiene
está dolido.
II
No he podido morir porque empezó a llover anoche,
pero, a decir verdad, ya no me duele aquello
tanto como entonces, ya no me tumba tanto el cuerpo
como antes. No he podido llegar, pero no importa:
han sucedido cosas a todo esto: nacieron gentes
y vinieron visitas y pasaron tranvías largos como la noche;
mi único traje se volvió ceniza, mi triste hueco
se largó a paseo, me atardeció de pronto,
no sé, sin enterarme; luego empezó a llover y no hubo tiempo,
no hubo manera de llegar a parte alguna; me encontré
de repente sin memoria, y olvidé todo aquello que me hería.
Debo decir que era una lluvia oscura la de anoche
(no sé si me entendáis, quiero decir que era una lluvia
venida de muy lejos, venida desde debajo de la tarde
como un montón de niebla sollozante, como un grito;
no sé si me entendáis, era como mujer que llega a despedirse);
debo decir que era una lluvia fría la de anoche,
un encontrarse de pronto en un espejo, llamando a no sé quién
con qué silencio, llamando a no sé quién con qué alarido.
Debo decir que era una lluvia hosca de anoche.
No he podido morir pero no importa. Me quedan otros trozos
de pellejo y otros dientes, y a lo mejor mi traje funeral
no está bien hecho. Olvidé tantas cosas desde anoche
que olvidé que mi cuerpo estaba roto y ahora está
no sé dónde, cayéndose de olvido; de esto, a veces,
me acuerdo con nostalgia; salgo por él gritando
como un loco, y acabo sin remedio tropezando.
Debo encontrar un cuerpo que me aguante: mi único traje
se volvió ceniza, y no me queda piel con que ir a mis entierros.
Para decir verdad ya no me duele aquello como antes.
Tengo recuerdos de mujer trozándome los labios
y ganas de llegar a alguna parte. No sé si me entendáis:
es un poco de polvo que me aguarda, un montón de silencio
que me espera. Traigo recuerdo de mujer crujiéndome
en los huesos y un hoyo, aquí, que me lastima.
No he podido morir, pero no importa:
desde anoche me duele el esqueleto,
y eso quiere decir que estoy llegando.
Han sucedido cosas, a todo esto: murieron gentes y se fueron
visitas y pasaron noches largas como tranvías y anocheció
de pronto, no sé, sin enterarme; yo me encontré metido
en un espejo (debo decir que era una lluvia fría,
decir que era una lluvia que golpeaba), llamando a no sé quién
con qué silencio, llamando a no sé quién con qué alarido,
con qué ganas de llegar a alguna parte.
Ya no me crece yerba en el olvido; me acostumbré, sin duda,
a tanto oscuro, y a lo mejor mi traje ya está listo:
es cosa de buscar en los armarios donde mi cuerpo,
a veces, se refugia.
Podría añadir algunas cosas, pero, a decir verdad,
aquello ya no duele como entonces.
Traigo recuerdos de mujer siguiéndome los pasos
y un hoyo aquí, bajo la piel, que no lo aguanto.
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