Existe un extraño culto alrededor de la figura del escritor maldito muy difícil de asimilar, apenas una persona escucha dicho término vienen a su mente un montón de personas bebiendo absenta o siendo más específicos, Bukowski con la boca pegada a una botella de vino. A menudo estos autores son percibidos como rockstars de la literatura o héroes del underground que le plantaron la cara al mundo a través de sus letras.
Sin embargo, es necesario preguntarse si esa marginalidad ha sido un asunto voluntario o es producto de la élite literaria incapaz de abrazar en su seno a un grupo de personas que simplemente no logra adaptarse a un estilo de vida preestablecido por. otros escritores. Por decirlo de alguna manera, más comprometidos con la buena reputación de la escena con el único fin de que el oficio literario sea o permanezca como una actividad respetable.
Voluntaria o no, la marginalidad que sugiere el “malditismo” proviene de un fuerte ensimismamiento por parte de los escritores que, con tal de no pertenecer a un grupo en el que la pretensión era un elemento imprescindible. Alejados de un canon sus ideas pudieron surgir más libres y, de alguna manera, más puras.
¿Pero es que nadie se ha puesto a pensar en que las listas que refieren a estos underdogs generalmente figuran nombres masculinos? Opacadas por nombres como Dylan Thomas, Malcom Lowry, Charles Baudelaire o Leopoldo María Panero, muchas mujeres que disfrutaron de esa libertad que ofrecía lo marginal se han ganado el cariño de sus lectores debido a que, más que malditas, han sido consideradas como locas, víctimas o “débiles” sentimentalmente hablando.
Cualquier lector hábil será capaz de encontrar rasgos de malditismo en textos de Sylvia Plath, las hermanas Brönte, Anne Sexton o Caterina Albert ( alias Victor Catalá) y es que sólo alguien que conoce bien los rasgos de esta tenencia sabrá que no se trata sólo de drogarse o emborracharse para escribir. Detrás de la figura de un escritor maldito está una fuerte convicción acerca de la vida, un non servium definitivo que evidentemente desafía las normas sociales y de escritura de su tiempo, no por puro gusto sino por no empatar con dichas posturas.
Pensando en lo anterior, es correcto pensar que estas mujeres no sólo son malditas, sino que van más allá porque no presentan un estilo de escritura libre, sino que también ejercieron su libertad creadora en un momento en el que las mujeres no tenían permitido el contacto con un mundo tan caprichoso y selectivo como el del arte. No obstante, debido a las prohibiciones de la época, estás conductas, más que actos revolucionarios, fueron consideradas como síntomas de locura, cosa que evidentemente permaneció a través de los siglos e hizo que los lectores ciñeran sus interpretaciones a esta visión equivocada de dichas autoras.
El resultado de estas etiquetas no es otra cosa más que una subvaloración del trabajo de mujeres como Simone de Beauvoir que llevaron la contracorriente del malditismo a un punto mucho más alto, al ser precursoras de un modo de pensar totalmente diferente, creado a partir de la transgresión de un canon, merecen ser recordadas como algo más que locas, ni siquiera como malditas sino algo totalmente exclusivo para ellas.