Un cuento para entender que la belleza y la tristeza a veces van de la mano

Un cuento para entender que la belleza y la tristeza a veces van de la mano

Un cuento para entender que la belleza y la tristeza a veces van de la mano

“Prosperina, Prosperina, Prosperina” es un cuento sobre la soledad, la tristeza y el desasosiego que se ocultan detrás de la belleza en una mirada fulminante.

PROSERPINA, PROSERPINA, PROSERPINA

Nadie entendía cómo una joven con un nombre tan feo podía ser tan bonita. Se suponía que era un híbrido entre mujer y diosa, pero todo el mundo sabe que las heroínas no existen en la mitología clásica. Se paseaba por las galerías de los museos como si fuese una pasarela. ¿Por qué pasear cada día por las mismas galerías? ¿Qué buscabas? Nadie entendía a Proserpina.

Fulminaba con sus ojos verdes las estatuas de mármol que caerían a sus pies si no fuese por su astucia (sabía cuándo dejar de mirar), observaba hasta que dolía y sus ojos ámbar adquirían el color de la miel. Sólo en ese momento, las estatuas de mármol blanco empezaban a sudar.

Ella, tan quieta como las estatuas, contemplaba siempre un mismo cuadro hasta la hora de cerrar. Su vestido negro con lentejuelas brillaba bajo los focos. Todos saben que la obra vale la mitad de lo que vale un buen iluminador. La vigilante se acercó a ella y le dijo que iban a cerrar. Proserpina apenas se giró. Era la misma señora de siempre.

Salió por la puerta de atrás. El museo era una flor marchita en la oscuridad. Sus tacones de aguja resonaban por toda la calle adoquinada. Una moto cruzó la acera en la lejanía, mientras los turistas cazaban los últimos monumentos.

Su cuerpo desprendía pura electricidad cuando entró en su casa, se quitó los tacones y los dejó en el suelo. Sentir el suelo plano bajo las plantas enrojecidas, hinchadas y llenas de ampollas la hizo estremecerse.

El silencio reinaba en su oscuridad.

Se deslizó hasta su habitación. Eran las diez. Se sentó en la mesa de madera de cerezo de su madre, desnuda, y observó la imitación de El rapto de Perséfone de Rubens y se planteó por qué. ¿Por qué salir de fiesta hoy?

La puerta de la entrada se abrió y se cerró rápido. Proserpina se deslizó hasta su habitación, se puso un vestido rojo y unos tacones nude; se retocó el maquillaje y salió a la calle sin el bolso, sólo con las llaves de casa en la mano. Nunca las perdía. El día en el que las perdiera sería la última vez que volvería a casa.

La calle le dio un beso de buenas noches. Las farolas amarillentas, llenas de polillas, la saludaban torciéndose a su paso. Proserpina sonrió. Las llaves sonaron junto con el martilleo de sus tacones, que fueron silenciados por la cantinela repetitiva de un club cercano.

Y aquí comenzó la fiesta. La noche le daba vueltas. Era su pareja de baile preferida. Giraban y giraban por la pista de baile hasta acabar ebria de risa en un sillón apartado del club, sin focos, iluminada por su sonrisa, sola.

La música era una nana repetitiva que acababa por adormilarla o hipnotizarla y volvía a comenzar a danzar, dando vueltas y más vueltas, como en un vals. Proserpina, Proserpina, Proserpina.

Abrió los ojos. La gente la mecía aún estando quieta. Le costaba respirar. El sabor del alcohol se le atragantaba en la lengua, se la anudaba, no podía hablar. Clavaba sus ojos en la gente que la rodeaba, la miel se había secado en sus pupilas, ahora negras, manchadas, teñidas de miedo.

Salió. El frío la devoró entera. Siguió caminando. No volvió a entrar.

 

Faltaba media hora para que cerrasen la Galería Borghese. Ahí nunca había silencio, sólo el murmullo de los turistas y el sonido de las cámaras para recordar el viaje.

Las estatuas sudaban. Proserpina las miraba deseando que se cayesen al suelo y rodasen hasta los infiernos o más abajo. Hacía girar la llave para romper la canción de los flashes y el murmullo gregoriano. Empezaba a ver todas las estatuas iguales, excepto un cuadro oscuro, medio quemado, la figura asexuada emanaba de la oscuridad pero permanecía engullida por ella.

—Faltan cinco minutos para cerrar —le dijo la vigilante.

Ya no había nadie en la galería, sólo Proserpina, el cuadro y ella. Los ojos de aquella persona la atravesaban. Le dolían los pies, la espalda y las manos por la llave.

Venía al museo sólo para ver aquella imagen, que era como una aparición. Había rogado a su madre encargar una copia. Su madre nunca entendió qué fascinación ejercía sobre sus sentidos aquel triste cuadro puesto en una sala menor de la galería.

Parpadeó. Los ojos se le caían de sueño. Había perdido la noción del tiempo. No recordaba cómo había llegado hasta el museo. Echó la cabeza hacia atrás. Las lágrimas cayeron sobre sus ojos oscuros. Te levantaste y fuiste a la salida. Las galerías se cerraban poco a poco. Proserpina miró atrás. Juraría que había alguien que la seguía, juraría que antes había luz y que era aquella la primera vez que se quedaba arropada sólo por la oscuridad.

Miró al frente. Una figura alargada como un ciprés la envolvió con su alargada sombra.

Las llaves se quedaron en el banco del museo.

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