Durante las últimas décadas, el terror y la belleza parecen emparentados de manera indisoluble. Sobre todo para el director Guillermo del Toro, el terror es un pariente cercano del amor. Lo es tanto como para confundirse entre sí, pero sobre todo para elaborar un discurso latente debajo de los gritos de fantasmas, demonios y otras apariciones escalofriantes. Lo demostró con su película Crimson Peak, en la que llevó a cabo un elegantísimo ejercicio del género gótico y construyó una nueva percepción sobre lo bello y lo terrorífico que sorprendió a una buena parte de la audiencia, que llenó las salas de cine esperando encontrarse con una película del terror, pero se topó con un romance gótico a toda regla. Del Toro convirtió su película en una preciosa reinvención de un género casi en desuso, además transformó la visión de la escritora Anne Radcliffe en una idea original. Mientras que en los libros de Radcliffe los fantasmas son seres imaginarios o meros delirios de sus sufridas heroínas, en la película la amenaza radica en lo que rodea a la heroína entre piedras ancestrales antiquísimas, un retorcido secreto familiar y el temor como telón de fondo para un argumento mucho más elaborado de lo que se percibe a primera vista.
No fue una fórmula sencilla de digerir para el público. De hecho, los pobres resultados de taquilla de la película, así como las críticas que acusaban a Del Toro de malograr lo que pudo ser una gran historia de terror, dejaron muy claro que sólo una fracción de los espectadores comprendió el sentido clásico que el director intentó brindar a su película. Porque Crimson Peak se deleita en realzar la noción de lo lóbrego como una forma de belleza, y lo hace a partir de una estética depuradísima y potente que convierte cada escena de la película en una pieza de arte autónoma. Por supuesto, la fórmula proviene de una persistente idea literaria: la ternura de lo siniestro. En novelas como Drácula de Bram Stoker, el género gótico construyó un discurso basado en un erotismo solapado que no pasó desapercibido para la puritana sociedad londinense, que recibió el libro entre exclamaciones escandalizadas, pero no por eso dejó de leer la historia del conde eslavo con sed de sangre virgen. El género gótico tiene características cercanas a la pornografía, es muy común que la mujer esté representada como víctima, pero esa noción de la victimización tiene un elemento de sometimiento a cierto placer voluntario que no deja de ser desconcertante y evidente. Lucy Westenra es cortejada por tres hombres que admiran su belleza y también agonizan con un discreto deseo por ella. Pero es el conde quien la llevará a algo parecido al placer absoluto y más tarde a la muerte. Lucy muere siendo doncella, pero a la vez se convierte en la amante espectral de Drácula.
El género gótico levantó escándalos, y la mayoría de las veces apasionados debates sobre su existencia, sobre todo por la evidente relación de las fórmulas literarias de construcción narrativa con cierto ámbito cercano a la lujuria. Como también lo es la figura controvertida que se analiza desde esa versión de lo maligno nacido del sufrimiento, lo que otorga un lustre clásico y extrañamente doloroso: el antihéroe. Por ejemplo, en Crimson Peak, el barón Thomas Sharpe (Tom Hiddleston) encarna lo mejor del estereotipo y le otorga un lustre moderno. Marcado por la ambigüedad, para Thomas parece esencial su percepción sobre la moral desde la violencia, y a la vez es un marginado que sufre y es perseguido por sus apetitos y cruciales debates existenciales. Extrañamente, el actor encarnó a otro villano gótico en la película, en Only Lovers Left Alive de Jim Jarmusch. Su Adam es un vampiro atormentado, exquisito e impenitente que deambula por Detroit en el nuevo milenio con cierta desazón existencial. Otro tanto ocurre en la película Drácula de Bram Stoker de Coppola, en la que Mina (Winona Ryder) es la amante de Drácula, por quien rompe sus votos matrimoniales y cruza el continente en su búsqueda. El Drácula de Gary Oldman es el arquetipo del sufriente héroe gótico: sufre por amor y recorre “océanos del tiempo” en busca de Elisabetta. Uno y otro, sucumben a la pasión en medio de la Londres brillante del siglo XIX, pero su amor está destinado al horror. Mina lo sabe y Drácula también, pero ambos se enfrentan a la noción del amor trágico como una percepción de lo erótico muy cercana a un refinado sufrimiento físico. Lo mismo que para las criaturas de Jarmusch —solitarias, delicadas, exquisitas, poderosas—, Coppola logró crear un escenario de belleza extraordinaria para sostener un tipo de amor perverso que se sostiene sobre una historia ambigua e inquietante.
Para el género gótico, el monstruo es el héroe. En el Frankenstein de Mary Shelley la idea se hace muy evidente. La criatura creada en el laboratorio del Doctor Frankenstein no solamente tiene la sensibilidad suficiente para comprender su condición, sino para sentir dolor por su marginal sentido del mundo. Una idea que Kenneth Brannagh reimaginó en la versión cinematográfica de la novela que llegó a la pantalla grande en el año 1994. El director y protagonista creó una versión del monstruo con una persistente angustia existencial que alcanza un nivel de dolor creíble y devastador. Mientras Victor Frankenstein sucumbe a la angustia y queda aplastado bajo la tragedia, el monstruo vaga por parajes imposibles en busca de significado como una forma de expiación.
Otro tanto ocurre en la película Entrevista con el Vampiro de Neil Jordan, estrenada el mismo año y con la misma noción sobre el monstruo humanizado. Basada en la novela del mismo nombre de la autora Anne Rice, la versión en pantalla muestra al mundo vampiro como una suprema soledad brillante. Los personajes debaten sus cuitas morales en medio de una lujuria impenitente y una necesidad insoslayable de sangre. Y mientras los vampiros de Jarmusch casi 20 años después se regodearán en su sed de sangre, los de Rice —tanto en la película como en el libro— sufren por penas y suplicios mortales por completo comprensibles. Louis, un vampiro que recién recibe la vida eterna, vaga por el mundo sumido en una agonía insoportable de tristeza, frustración, impotencia y culpa. El Adam de Jarmusch se encuentra aislado, convencido de su orfandad y entregado a la noción de la vida desde cierta decadencia. Entre ambos, la persistente visión del bien y del mal alternativo crea un puente que los une y a la vez los separa de manera radical: los convierte en antagonistas en medio de una idea idéntica.
Ya lo decía el escritor Lytton Strachey en Victorianos eminentes (1918): “Lo gótico nos recordó por poco tiempo la belleza de lo monstruoso”. Se trata de una versión del miedo a mitad de camino entre el deseo y algo más azaroso, una mirada a un tipo de amor peligroso y visceral; una versión del yo escindida, sublimada y llevada a un nuevo tipo de portentosa belleza que aún resulta reconocible, perdurable y valiosa.
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