No sólo se recuerda con la mente, también con las manos, con los labios, con la piel. En el siguiente poema de Brenda Sánchez se revive uno de estos recuerdos que funcionan como un disparo de calor en medio de las tinieblas.
TROTA, ANNA
¿Cómo se supone que uno siga su camino cuando todos los recuerdos se vuelven azules; cuando lo único que deseas es correr, correr y regresar para dar la vuelta y no permitir estrecharte contra el pecho más cálido que nunca has palpado?
Me estoy destruyendo a pedazos.
Nunca sentí amar tanto.
Nunca sentí llorar con el cuerpo.
Sentir cómo te recuerda cada parte de esta piel que ahora sufro. La piel que hace un instante me gloriaba de poseer porque podría sentirte a través de ella. Podía sumergirme en ti a través de gemidos y risas y lágrimas que eran alegría.
Ahora son nada.
Lloran mis poros, se arraigan a tu piel y su calor. Te vi entrar por esa puerta con la sonrisa de agradable encuentro entre cariños, manos torpes, sudor y tu pene que no me dejaba quieta.
Estoy lavando todo lo que pintaste para que pintes ahora en un lienzo sucio por mis silencios y tus desapegos. Vete y regresa para llevarme contigo porque nos dimos cuenta que ambos nos necesitábamos, pero no éramos suficientes. No éramos suficientes para estar solos, ni para sentirnos solos, sólo para dejarnos corriendo cada uno en un lado opuesto de la cama.
Te vi torpe, desnudando tu sexo para dejarlo caliente sobre la estufa. Te vi harta, desnudando tus nalgas para ser penetrada como un animal.
Nos vimos muertos de deseo y locos de arrepentimiento y cadenas que no dejaban de pegar en las venas de nuestros brazos que sostenían nuestros cuerpos. Vuelve ahora tú, ser misericordioso, ante esa puerta de hierro que cruzaste cuando regresaste para estar solitario entre la melancolía. Púdrete entre tus aventuras de caballeros entre los bosques de Alemania.
Ahora quiero pelear con espadas.
Dejar que esta batalla no se gane sola.
O que la ganemos ambos.
Perseguir el conejo blanco desde la madriguera de tus sueños hasta la separación entre mis dientes.
¿Hasta qué día me voy a tener que calentar las heridas?
“Ve a calentarle lo suyo a la gata”, me dijiste.
Cuando regresé ya no estabas.
Devuélveme mi calor para abrigarme en el mundo que ahora está congelado.
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