“No hay escapatoria al sufrimiento mientras vivamos; pero la muerte no es una solución, porque, al resolverlo todo, no resuelve absolutamente nada”. Ciorán. La muerte es vacío, ausencia. La gente llama cobardes a los suicidas, a aquéllos que tienen el valor para volarse la cabeza con una pistola, atragantarse de pastillas o dar el salto a tres segundos de que pase el metro. Se menosprecia, juzga y degrada al suicida, al que careció de coraje para afrontar una realidad que pareciera que todos estamos destinados a soportar. Quizás, en realidad, se trate de una profunda envidia, del recelo más profundo de nuestro ser hacia aquél que decide (y se atreve) a escapar del sufrimiento. Porque la muerte es libertad, es abandonar y renunciar a todo lo que conoces, has conocido y podrás conocer. Es desaparecer en cuerpo y quizás en alma, pero persistir como recuerdo durante un año, cinco o por el resto de la eternidad. Sin sufrimiento, porque “allá” no hay nada, sólo libertad y nada nos aterra más que eso.
Se piensa que el suicida se mata para resolver sus problemas. Pero ellos permanecen, se adaptan y mutan a las situaciones, abandonan el cuerpo putrefacto para encontrar uno nuevo, alguien que pueda mantenerlos, a quien puedan carcomer. Los que nos quedamos seguimos en la batalla, una que sabemos hemos de perder tarde o temprano, por decisión propia, por infortuna o por lo que la gente llama casualidad; creyendo que podremos resolver algo, esperando que pondremos orden en nuestra vida o nuestra cabeza.Si estamos locos, quizás (no) estemos muy jodidos. Si es la depresión la que nos persigue, tal vez las pastillas callen los pensamientos, aunque los efectos secundarios aumenten las ideas de las cuales queremos huir. Si estamos cansados, puede ser que por fin podamos dormir como siempre quisimos. Si estamos, tal vez mañana no estemos.Nos resistimos, aguantamos vara o sólo nos hacemos pendejos más tiempo. Todo depende qué vemos primero: el abismo al fondo del lago o nuestro reflejo en el agua cristalina.